miércoles, 19 de febrero de 2014

Ricardo Allende - Capítulo III. El basurero de Satanás.

Capítulo III

El basurero de Satanás.   



-         ¿Cómo chingados no? – Gritaba una hosca voz en el otro lado de la línea.
-          De verdad, le he dicho que no fue mi culpa. Yo solo… El taxi…
-          Mira, cabrón. A mí me importa un bledo. Arruinaste la unidad que se te había encomendado. ¿qué digo arruinar? ¡La hiciste añicos!
-          Pero, señor…
-          He movido influencias, y las acciones legales no tardarán en aparecer. Te pienso embargar cada mísero centavo de tu pertenecia con tal de pagar los daños que le causaste, no solo a mi vehículo, sino también a la imagen empresa.
-          Pero, señor Noble…
-          Ah. Una última cosa. Creo que no está de más decir que estás despedido.
Un silencio se adueñó de la conversación.
-          Buenas noches, señor Allende.  - Agregó antes de cortar la comunicación.
Era oficial, la vida Ricardo se estaba yendo al sumidero. El señor Noble, jefe (¿o exjefe?) de Allende era un hombre muy serio, con una fama terrible. Era dueño de una gran empresa de taxis con sede en Quiroz y, definitivamente, era un hombre sin escrúpulos. Si podía sacar provecho de algo o alguien, fuera quien fuere, lo hacía. Y no había duda, sus amenazas eran serias. Estaba jodido. Se sentó en la mesa de plástico que descansaba en la sala y mordió el trozo de pan viejo que había comprado para cenar cuando escuchó un auto estacionarse. Asechó  por la ventana y reconoció un rostro conocido bajando del sedán. Hirley. Misterioso, caminando con aire de respeto en la fría oscuridad. De su boca colgaba un cigarrillo. Tocó la puerta y Ricardo se apresuró,  al abrirla se encontró de frente con aquél sujeto al que le había  salvado la vida hace unos pocos días.
-          Ricardo Allende. – Saludó Hirley.
-          Hirley… - Titubeó.
-          Peraza. Mi apellido es Peraza. De momento.
-          Ah, lo siento. Hirley Peraza.
Hirley entró por el umbral de la puerta antes que Ricardo lo invitara a pasar.
-          Con que esta es tu cueva, Allende. – Dijo mirando para todos lados. Una ola de vergüenza invadió a Ricardo. – Digamos que no se te da muy bien el diseño de interiores.
-          Sí, esto de... Al saber que vendría alguien hubiera recogido.
-          No hay por qué. – Agregó y se sentó en el mueble viejo y sucio que hacía de sofá. Allende hizo lo mismo en una silla de plástico frente a su invitado.
-          Dejémonos de rodeos. Hablemos de negocios.
-          Claro.
-          ¿Y bien? La propuesta…
-          Ah… yo… He tenido muchos problemas últimamente, sobre todo en el ámbito económico.
-          Santana es un hombre generoso. Ayudará a cualquier socio que lo solicite.
-          No conozco a ese famoso Santana…
-          Señor Santana.
-          Ah, disculpe. No conozco a ese famoso Señor Santana del que me habla, aparte ni siquiera sé de qué va su organización o de qué estoy tomando parte, además…
-          Ya he escuchado suficiente. – Dijo Hirley poniéndose de pie antes que Ricardo pudiese concluir. – Usted me salvó la vida la otra noche, y estoy gradecido de ello. Es una pena que  nuestra organización no sea de su incumbencia, sus servicios podrían ser muy útiles.
-          Lamento el rechazo.
-          Ni que lo diga. –Y agregó antes de salir por el mismo umbral por el que había entrado segundos antes. – Suerte con lo de Nobel. Necesitará de un buen buffet de abogados si quiere ganar el caso. Buenas noches.
-          Espera… ¿Cómo sabes…?
Pero Hirley no esperó. Estaba a punto de subir al auto por el que había venido cuando Miguel corrió hacia él. Esa última frase de Peraza le había hecho olvidar todas las excusas que había planeado noches antes, los peros y porqués se habían desvanecido y ahora solo quedaba incertidumbre. Y más que incertidumbre, Ricardo tenía miedo. Quizá fue ese pavor lo que le hizo correr tras Hirley. Terror de fracasar, de volver a tomar la decisión equivocada. Estaba harto de equivocarse.
-          ¡Espera! Yo… Creo que cambié de opinión. Yo… ¡Hirley!
Hirley se detuvo en seco.
-          Creo que sí quiero unirme a su… empresa.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Peraza. 
-          ¿Cómo puedo ayudar? – preguntó Ricardo.
-          Te lo explico después.
-          ¿Cuándo empiezo?
-          Ahora mismo.
-          ¿Qué?
-          Lo que has escuchado. Cámbiate, ponte ropa cómoda. Tu carrera en esta organización comienza hoy mismo.


Todo había ocurrido tan rápido. Hace unos minutos Ricardo Allende estaba recibiendo amenazas jurídicas por teléfono. Temía por su futuro, había perdido su único trabajo, no tenía ninguna fuente de ingreso económico y el futuro amenazaba con quitarle lo único que tenía. Pero ahora, minutos después, estaba en un automóvil de lujo, yendo a quién sabe dónde, a hacer quién sabe qué, con un individuo al que apenas conocía que trabajaba para quién sabe quién.
-          Explícame bien de qué va todo esto. – Exigió Ricardo.
-          En la cajuela tenemos alrededor de diez mil pesos en mercancía. La llevaremos al sur de la ciudad y la intercambiaremos con una pandilla local.
-          ¿Qué? ¿Diez mil pesos? ¿Qué clase de mercancía es esa?
-          ¿Tú qué crees?
-          ¿Armas, drogas, órganos humanos?
-          El señor Santana prefiere mantener sus negocios furtivos.
-          A ver. Me acabo de enrollar en un negocio ilegal, podría al menos saber con qué estoy comerciando.
-          Hachis.
-          ¡Menuda mierda! – Dijo Ricardo mientras se tomaba del cabello. – Estoy casi seguro de que no hay vuelta atrás.
-          ¿Qué comes que adivinas? – Se burló Hirley.
-          Recuérdame otra vez como me vi envuelto en esto.
-          Escapaba de una Triada de chinos locos dispuestos a torturarme hasta la muerte, te encontré, huimos juntos, te ofrecí un puesto en mi organización y aceptaste. Fin.
-          Mierda, mierda, mierda, mierda. Me estás diciendo que ahora trabajo para un narcotraficante.
-          Preferiría el término de hombre de negocios.
-          ¿Algo más que quieras agregar a mi lista de sorpresas de este día?
-          Mmm… Creo que los Grillos clasificaron a la liguilla.
-          Vaya, esa sí que es una sorpresa, Al Capone.
-          Mira, Rich. ¿Porque te puedo decir Rich, verdad? Necesitas dinero urgentemente y mi organización necesita hombres leales que sepan manejar autos a 180 kilómetros por hora disparando cual Rambo en la jungla. Tú puede ser uno de esos hombres.
-          ¿Qué te hace pensar que soy un asesino?
-          Todos pueden serlo si se les llega al precio adecuado.
-          No fue mi decisión salvarte la otra noche.
-          Tienes razón, pero sí lo fue correr tras mío cuando me iba de tu casa.
-          Jaque mate.
El siguiente trayecto fue silencioso, lo que aprovechó para pensar. ¿Cómo sabía Hirley en donde encontrarlo? ¿Acaso le había dado su dirección aquella noche que escaparon juntos de las Triadas? ¿Y cómo sabía lo de la demanda de Noble? ¿En qué mierda se había metido? Mientras el kilometraje avanzaba lentamente, el panorama de Quiroz cambiaba conforme se adentraban en el sur de la ciudad. Las casas eran pequeñas y con poca o ninguna fachada, la pétrea carretera carecía de pavimento alguno, la iluminación era cutre y escasa. No había duda, estaban en una parte muy olvidada de Ciudad Quiroz. Parecía completamente otro mundo. Hirley detuvo el auto cerca de una cancha de basquetbol derrumbada y destruida e indicó a Allende que ahí era donde debían bajar.
-          Bienvenido al basurero de Satanás. – Dijo Hirley formando una T con los brazos. El sur de Quiroz, la fosa séptica de esta mugrosa ciudad. ¿Hueles eso? El aroma del fracaso cultural. Si tienes la mala fortuna de nacer aquí, déjame decirte que tienes más probabilidades de morir prematuramente que de terminar la escuela secundaria. Esta zona de Quiroz que los ricos tratan de ocultar con su malgaste de dinero, vicios y escándalos. En fin. Ven, mueve ese culo de taxista.
-          ¿Cómo alguien que apenas y tiene para mantener una familia puede pagar diez mil grandes en drogas?
-          ¿De verdad importa? Solo hacemos los negocios, no nos interesa de dónde saquen el dinero. Además, las pandillas de aquí, cuando no están reclutando adolescentes desviados de 16 años o tratando de aparentar ser unos gangster de primera, tienen una buena organización. Ven, carga esta maleta, aquí está la mercancía. Ahí será el intercambio.
Ricardo y Hirley avanzaron en la húmeda oscuridad. Parecía que había caído una lluvia torrencial antes de su llegada, las calles estaban encharcadas por completo. Se dirigieron a lo que alguna vez fueron unas altas gradas cerca de un viejo y olvidado campo de fútbol en donde ahí los esperaban diez hombres vestidos con pantaloncillos largos, y playeras anchas. Algunos tenían el cabello cortado a modo de púas y las patillas completamente largas y puntiagudas, otros simplemente llevaban la cabeza rapada; todos tatuados completamente. Un sujeto con un pañuelo azul en la cabeza, que aparentemente era el jefe, tomó la iniciativa.
-          ¿Tienes el encargo, ese?
-          Claro. Aquí lo tienes. –Dijo Hirley dándole palmaditas la maleta que habían llevado. – Hachis, el más puro que vas a encontrar.
Hirley era prudente, y Ricardo lo pudo notar. Entre los pandilleros y ellos  había una distancia considerable, por si a alguno de los dos se le ocurría una jugarreta de mal gusto.
-          ¿Cuál es el precio?
-          Diez. No es negociable.
-          Goao. Diez grandes. Eso es mucho varo.
-          Era lo que habíamos negociado.
-          ¿Negociar? ¿Por qué nosotros, la Raza Loca negociaría con homis como tú?
-          Como sea. ¿Dónde tienen el dinero? Acabemos con esto.
El líder dio unos pasos adelante con las manos extendidas antes de agregar.
-          ¿Qué? ¿Acaso no confías en nosotros? – Rió de manera desafiante. Todos los que estaban detrás suyo rieron con él. – Vienen a nuestro barrio a imponer sus precios, eso no nos gusta, ese. ¿Crees que puede burlarte de mi jauría? ¿Crees que puedes?
-          No sé de qué hablas.
-          Dile a Santana, que vaya y chingue a su madre.
-          ¡Oye! – se sobresaltó Hirley enfrentando a aquél individuo. – Más respeto por el señor Santana.
El líder sonreía mostrando unos dientes cutres y putrefactos.
-          Como tú digas, ricachón. ¿Y si mejor…?
Entonces, individuo se lanzó con los puños hacia Ricardo. El puñetazo del líder impactó con la boca de Allende rompiéndosela enseguida. El novato perdió el equilibrio antes de caer sobre su costado. Pudo escuchar a Hirley forcejeando contra alguien, y después de unos intensos segundos, tras comprender lo que acababa de ocurrir, sintió que alguien le sacudía para reanimarlo.
-          ¡Ricardo, Ricardo! ¡Levántante, se han llevado la mercancía! Debemos ir tras ellos.
Allende se levantó y comenzó a correr tras Hirley que se había adelantado en su persecución por recuperar la droga. Estaba un poco mareado, y en su boca podía sentir el sabor metálico de la sangre.
-          ¡Maldita sea! Uno de ellos me golpeó la nuca por detrás mientras el otro se llevaba la mercancía. ¡No puede ser! Debí anticipar que algo así pasaría. – Dijo Hirley mientras avanzaban en la oscuridad a trote constante. - ¡No dejemos que se escapen!
La adrenalina se había apoderado de él. Aquél golpe había hervir su sangre sedienta de venganza. Corrieron continuado su persecución. El grupo de pandilleros les llevaba bastante distancia de ventaja. Doblaron en una esquina y se adentraron en un conjunto de departamentos abandonados.
-          ¡Puta mierda! – Exclamó Hirley. – Estos sujetos conocen este lugar mejor que nosotros. ¡Vamos, no hay que vacilar!
Los dos trabajadores de Santana se adentraron a la edificación. El edificio era enorme y a medio construir. Aparentemente alguien había invertido en esa parte tan marginada en algún momento de la historia de Quiroz. Adentro solo encontraron oscuridad, pero unos pasos sobre ellos delataron a los escapistas.
-          ¡Arriba! – Dijo Ricardo.
-          ¡Ahí están las escaleras! – Contestó Hirley señalando un descansillo en un rincón.
Corrieron y subieron a la segunda planta.
-           Más oscuridad. Solo la luna iluminaba tenuemente el recinto.
-          Mierda, los perdimos. – Dijo Hirley impotente.
-          ¡No, ahí están! – Gritó Ricardo señalando un balcón a medio terminar. El balcón daba con el techo de la casa de alado, lo que le daba a los pandilleros una ruta de escape.
-          Mierda. Parece que tendremos que saltar techos. Como en los viejos tiempos. – Dijo Hirley con impotencia. - ¡En marcha!
Avanzaron hasta el filo del balcón. Entre el tejado de la casa de alado y la construcción abandonada había un espacio de metro y medio.
¡Rápido! – Apresuró Hirley a su compañero, tomó la iniciativa y dio un gran salto para continuar la persecución. Ricardo vaciló un momento antes de seguirlo, pero al cabo de un segundo, lo secundó. Corrían de un tejado a otro. Las piernas de Ricardo eran movidas por la adrenalina del momento. Entonces, en el último techo antes de que la hilera de casas acabara, los pandilleros descendieron por un muro de bloques de cemento y se internaron nuevamente en las calles del barrio pobre.
-          Estos individuos no se cansan. – Dijo Hirley jadeando.
-          Los prefiero a ellos que a los chinos.
-          Cierto.
Descendieron también por aquél muro y fueron tras los perseguidos. Parecía una escena de Corrupción en Miami en donde los polis buenos perseguían a un grupo antagónico a través de los suburbios de Florida. La diferencia era que ellos no eran polis, mucho menos buenos, y los suburbios no eran más que un conjunto de casas viejas y destruidas de clase baja. Ricardo y Hirley se adentraron a una calle mal iluminada siguiéndole el paso a los traidores que escapaban con los diez mil pesos en narcóticos. Unas personas, aparentemente también miembros de la Raza Loca, salieron de la oscuridad de las casas arrojando algo contra Ricardo. Al momento que el proyectil colisionó contra el pavimento, una ola de fuego pasó cerca de los pies de Allende. Logró saltar al momento que la ráfaga ígnea se esparcía a unos centímetros de él.
-          ¡Cocteles molotov! ¡Estos tipos nos están arrojando cocteles molotov! – Exclamó horrorizado.
-          Esto va enserio. – Dijo Hirley.
Ahora no solo corrían para alcanzar a los ladrones, corrían para salvar sus vidas.
Un segundo coctel pasó zumbando cerca de Hirley, colisionó contra el muro de la casa, obligando a ambos perseguidores a cubrirse los ojos por la explosión que generó al impactar. Otra lluvia de cristales rotos seguida de una llamarada le cortó el camino a Ricardo que obligado tuvo detenerse en seco para no ser consumido por el coctel que acababa de explotar frente a él.
-          ¡No te detengas, joder! – Regañó Hirley.
De la cornisa de las casas había más pandilleros, que intentaban lapidar a los hombres de Santana para evitar su avance.
-          Me da la menuda impresión que estos tipos no se detendrán. – Dijo Ricardo mientras se cubría de un proyectil pétreo que pasó a centímetro de él.
-          Molotov, rocas. ¿Qué te hace pensar que se lo están tomando a la ligera?
-          ¡Cuidado! – Gritó Allende mientras empujaba a Hirley al filo de la cuneta para evitar que un coctel alcance su dorso. -¡Ah!
Una roca golpeó su muslo izquierdo cuando ayudaba a su compañero veterano a levantarse y mantener su camino a través de la calle infestada de pandilleros que arrojaban y fallaban piedras y cocteles molotov a diestra y siniestra.
-          ¡Vamos, Ricardo, no hay que dejar que se escapen!
-          Tenemos sobre nosotros a un grupo criminal de los barrios bajos que intentan asesinarnos y tú solo piensas en la mercancía que acabamos de perder.
-          Cállate y sigue corriendo.
Mantuvieron su trote cubriéndose y tratando de evitar ser alcanzados hasta que llegaron a la esquina contraria de la calle por la que se habían metido.
-          Tengo que admitir – Dijo Ricardo – que esa ha sido la cuadra más larga de mi vida.
-          Cállate, ¿dónde se han metido?
-          Estoy seguro que doblaron por este lado. – Contestó apuntando a la calle que tenía en su lado derecho.
-          No. Se fueron por este lado. – Dijo Hirley apuntando al lado izquierdo.
-          ¡Mierda! ¿Qué hacemos? No me digas que los perdimos.
-          No digas eso. Vamos a dividirnos. Tú ve por ahí y yo iré por aquí. ¡Adelante!
-          ¡Claro! – Obedeció Allende. Había comenzado a trotar cuando se detuvo en seco. –Espera. ¿Y si los atrapo qué…?
Pero Hirley ya se había perdido en la oscuridad de la calle contraria a la de Ricardo.
-          Mierda.
Ahora estaba solo. Corrió a través de las cutres y malgastadas calles pisando los charcos de agua sucia que formaban los baches de la carretera. Ricardo no sabía si las casas estaban abandonadas o si solo estaban consumidas por la pobreza. Corrió y corrió. Hace menos de una semana era un taxista con una ganancia mediocre, sin ninguna aspiración; no era lo mejor pero al menos había encontrado una estabilidad en su gris vida. Pero no era estabilidad lo que quería. Ahora, con todos estos eventos tan inesperados, ni siquiera sabía si saldría vivo de esto. Es más, ni siquiera sabía por qué lo hacía, ¿qué ganaba? ¿Por qué corría tras narcóticos de los cuales probablemente no recibiría ni un solo peso? Intentó borrar eso último de su mente y mantuvo su paso. Llegó hasta el final de la calle. El barrio terminaba en un muro de piedra que separaba las casas de maleza inexplorada.
-          ¡Puta mierda! – Maldijo. – Parece que aquí termina esta calle.
En eso escuchó unos ruidos metálicos que provenían de lo que parecía ser un callejón. El oscuro espacio entre las casas del que los sonidos habían venido estaba completamente oscuro. Algo le dijo a Ricardo que debía investigar. Se adentró a la espesa oscuridad. Esperó que sus ojos se acostumbraran a ella antes de proseguir en ella. Avanzó más, podía sentir el hedor a humedad. Y ahí, al fondo, había un bote de basura tirado.
-          ¿Qué carajos…?
Del piso recogió lo que parecía un pañuelo de color llamativo, exactamente igual al que los pandilleros que se habían escapado con la mercancía portaban. Entonces, un golpe sacudió su mundo. Un puñetazo. Se cubrió desesperado para evitar más daño. Alguien estaba con él en la oscuridad. Unas manos lo tomaron del cuello, desesperado tomó los antebrazos de su agresor mientras intentaba con todas sus fuerzas quitárselas de encima. La presión en su garganta aumentó. Abrió la boca para gritar pero solo consiguió emitir unos alaridos de terror. Cerró el puño y con la mano derecha descargó un golpe desesperado y adrenalínico de supervivencia contra quien sea que lo había emboscado. La fuerza en su cuello cedió. Pudo ver la silueta de un sujeto en la oscurdiad. Su corazón latía a mil. Estaba listo para pelear.



La falta de luz lo consumía, sin embargo, sabía que tenía que defenderse. Se abalanzó contra su oponente. Ambos cayeron en el húmedo piso del callejón. Ricardo rodó para ponerse de pie. No podía ver el rostro del hombre que lo había atacado, pero estaba seguro que se trataba de algún miembro de la Raza Loca que, sintiéndose amenzadado, decidió enfrentar a su perseguidor. Mientras intentaba ponerse de pie, el pandillero corrió y de un placaje con el hombro mandó a Ricardo contra uno de los muros del callejón. Su atacante descargó otro puñetazo que impactó contra su pómulo. Allende, desesperado por el daño, abrazó al desconocido rival y trató de levantarlo para llevarlo al piso. Mala idea. El peso del pandillero era demasiado para Ricardo, lo que le hizo perder el equilibrio; ambos cayeron al suelo. Trató de tomar el control, agarró el cuello del atacante e intentó desesperado estrangularlo, pero éste no cedió, al contrario, el pandillero forcejeaba,impidiendo que Ricardo pudiese aplicarle alguna llave. Cuando se percató que sería imposible estrangular a su némesis, Allende intentó levantarse nuevamente, pero el desconocido atacante se lo impidió lanzándose contra sus piernas. Ricardo perdió el control cayendo víctima de la gravedad. Se desplomo bocarriba en el húmedo cemento, lo que aprovechó el pandillero para montarse sobre él. Intentó quitárselo de encima pero era demasiado tarde. Desde su posición ventajosa, su atacante procedió a lanzar golpes a diestra y siniestra sobre el desprotegido rostro del neófito trabajador de Santana que intentaba desmesuradamente proteger su humanidad. Un río carmesí brotaba de la nariz y boca de Ricardo. Estaba perdiendo el conocimiento a causa del daño recibido, trató de gritar, de pedir ayuda, si seguía así seguro moriría. Un golpe más en su anatomía. La vista se nublaba. Cuanta impotencia, nunca pensó que su vida acabaría en una pelea callejera contra un simple y mugroso cholo. Otro puñetazo más que daba en el blanco. Trató de cubrirse aún más pero sus brazos ya no le respondían. Estaba a punto de caer inconsciente cuando una luz blanca iluminó el oscuro callejón, seguido de un estallido y de repente, oscuridad.