sábado, 23 de agosto de 2014

Relato basado en hechos ligeramente reales.

El sueño me arrastraba, me besaba, y jugaba con lo poco que quedaba de mí en el zaguán de la conciencia. Yo era el rey blanco dentro de una violencia peónica negra: era cuestión de tiempo para que yo sucumba. No quería luchar, simplemente me dejaba arrastrar y arrullar por el lento tic tac de la noche. Estaba más solo que ayer pero menos que mañana, eso lo sabía perfectamente. La soledad puede llegar a ser una horrible compañera de recreo, ¡pero qué dulce, dulce era! No sé cómo ni cuándo, pero caí ante el sueño, el noctámbulo errante; mi teléfono móvil a un lado mío y un viejo control de T.V. en la esquina superior del camastro carmesí velaban por mí.



7:26 A.M., buena hora para desayunar. Vacilé desperezándome en aquél ritual matutino por el que todos pasamos al terminar la vigía. Pasé mi mano por la pantalla táctil de mi móvil solo para encontrar una foto mía como fondo de pantalla, ahí tendido, en un camastro carmesí, con mi pijama y un viejo control de T.V. en la esquina superior del camastro que aparentemente no había sido mi único acompañante aquella noche. 

sábado, 2 de agosto de 2014

Candy Petrosky

-         




– Buenas tardes. – Saludé cuando Eduardo me abrió la puerta del departamento.
-         Qué onda, Hugo, ven, pasa, pasa, creí que habíamos quedado a las tres de la tarde. No me había fijado qué hora es.
-         Qué va, fue cosa mía eso de llegar 15 minutos antes.
-         Así parece. Ven, ¿quieres algo para beber mientras esperas a Candy?
-         Agua está bien.
-         Ahora te lo traigo.
El departamento de Eduardo era pequeño pero acogedor. Digo el departamento de Eduardo  y no el de Candy y Eduardo, porque por el poco tiempo que conocía a ella, no era ningún secreto que Eduardo hacía todo por Candy. Y no, no se trata de un romanticismo implícito que abarcaba al desdichado hombre. Para él, ella era se había convertido en un cáncer que poco a poco carcomía su vida, no solo por las últimas atrocidades que le había traído sus vicios, si no por los infortunios ocasionadas por los mismos. Nunca me lo dijo, pero algo que cualquiera con un poco de perspectiva del asunto podría argüir.
-          Aquí tienes. – Dijo mientras me daba un vaso con agua fría.
-          Gracias, eres muy amable.
-          Apropósito, ya te dije que puedes omitir todas las formalidades conmigo. No soy un mister ni nada de eso.
-         Ya sé que te desagradan, pero son gajes del oficio. Estoy acostumbrado a tratar así a las personas sobre las que escribo.
-         Entonces guarda la cortesía para Candy, yo solo soy el casero. – bromeó.
-          ¿Dónde está?
-          Se está arreglando, ella… está un poco mal por lo de anoche. Creo que Claudio… va a dejar la banda después de eso.
Y no lo dudaba. La noche anterior le tocaba cerrar en la Guitarra Vieja, su banda se había preparado por una semana para aquella presentación, tenían un número especial en su repertorio, que si me lo preguntan, ha sido el concierto más fascinante y cautivador que le he escuchado nunca a Candy si no hubiera sido por un solo detalle. Mientras entonaba Ángel para un final del trovador Silvio Rodriguez, Candy estaba haciendo un número en la batería y la voz, algo que nunca le había visto. El público estaba impresionado, y yo, en todo el año que llevaba escribiendo para la revista de música Escucha estaba de pie, con la boca abierta. Cuando sus extremidades y sus cuerdas vocales se fundieron en un remate improvisado junto a un falsete en fa sostenido menor en el segundo estribillo, puente al último coro, alcanzó una perfección desmesurada que hubiera hecho que el poeta cubano se sienta orgulloso de la ejecución de su propia obra de arte. Magnánimo. Dios se había materializado y yo lo estaba escuchando. Entonces, tras la cumbre del momento y la apoteosis de la musicalidad, todo sucumbió. Cuando el compás estaba a punto de reiniciar su plica, Candy se detuvo en seco. La banda que la seguía continuó pero se detuvo después de unos segundos al ver a su vocalista/batería mirando perpleja hacia ningún lugar. Todas las miradas del recinto se vertieron sobre Candy en un silencio que si bien no decía nada, decía mucho. Ella se paró sin ningún problema, reculó y después de un incómodo momento entre murmuros, huyó. Pero era una huida, no de salvación, no de humillación, sino una escapada de alguien que simplemente deja lo que estaba haciendo por haber encontrado algo más interesante. Eduardo se levantó de la mesa en donde estábamos bebiendo mientras veíamos el número de su amante y fue tras ella. Pasaron unos diez minutos antes de que ella volviese y ejecutara la siguiente canción del repertorio como si nada hubiera pasado. La noche transcurrió y la presentación pasó de ser una memorable ejecución de musicalidad a un concierto más de bar.
-          Se rehusó a quedarse a beber como es de costumbre. – Dijo Eduardo. – Cuando se bajó del escenario me dijo que se sentía fascinante. Le pregunté por aquél disparate en la batería, y ella solo me miró y me preguntó que de qué le estaba hablando. Entonces Chucho me llamó, y cuando me di cuenta, ella se había perdido. La busqué por todo el bar, estaba asustado, sabes cómo es ella cuando se pone… rara. El portero me dijo que tomó un taxi hacia quién sabe dónde. La encontré aquí en la casa por ahí de las cinco de la mañana. Estaba ebria, drogada, era un caos. No sé quién le habrá vendido el pasmo, la verdad es que no lo sé, llevaba casi dos meses sin meterse esa cosa, y pareciera que fue ayer que desquitó esas ocho semanas. Pero, Hugo, me asusta. Pareciera que habló con Claudio antes o después de su pasón, el punto es que está enojado, quiere abandonarnos. Necesitaremos un tecladista urgentemente.
-          ¿Ella ya está mejor?
-          Creo que sí. ¿Por qué no la vas a ver al cuarto? Solo no le recuerdes lo de ayer, no quiero que se ponga peor, estoy seguro que se alegrará de verte.
-         Lo tengo bajo control. – Dije, caminé a la habitación que ella y Eduardo compartían. Al abrir la puerta, la vi acostada en la cama, tenía los pechos desnudos, el cabello revuelto y enredado, un río de rímel ya seco se dibujaba en sus ojos. A pesar de eso era una mujer bellísima.
-          Hola, Hugo, - Me saludó con una voz ronca y cansada. – espero no te moleste en verme de esta manera.
-          Para nada.
Y era verdad, era la viva imagen de una mujer destruida, pero trataba de ser objetivo. Su desnudez no me incomodaba, y ni siquiera despertaba en mí el más mínimo libido. Quería escucharla, debía escucharla.
-          ¿Qué te pareció la presentación de ayer?
-         Bastante bien, la verdad…
-          Fue una mierda, - interrumpió con una sonrisa en el rostro.  – la peor puta presentación que he hecho en mi carrera, ¿qué digo en mi carrera? ¡En mi vida!
-          No seas tan dura contigo.
-          ¿Sabes por qué me detuve en seco, Hugo? ¿Quieres saber por qué arruiné la canción de Silvio Rodriguez?
-          A ver.
-          Fue adrede.
-          No lo dudo.
-          ¿Por qué escribes, Hugo?
-          ¿A qué te refieres?
-          ¿Por qué escribes?
-          Así me gano la vida.
-          Sí, eso ya lo sé. ¿Qué te incitó a dedicarte al periodismo?
-          La literatura, de alguna manera.
-          ¿Y por qué te gusta la literatura?
Esa pregunta tenía respuesta, pero era algo más profundo, más metafísico, pero no quería comentarlo ahí, en ese momento, con una mujer con un cuadro de veisalgia, desnuda, desdeñada por ella misma.
-          ¿A dónde quieres llegar?
-          Hugo, amo la música, la amo sobre todas las cosas que existen, pero a veces hago música sin saber demasiado por qué lo hago. Quisiera comprenderla, pero la comprensión va más allá de la teoría músical, como un lenguaje espiritual y corpóreo, Hugo. Es un idioma, que por más que avancemos en el campo de la melodía, quizá jamás podamos entender. ¿Me entiendes, Hugo? Piénsalo, la música es como la literatura, haciendo apología de las artes, por supuesto. Podrás conocer todas las palabras del diccionario, todas las figuras retóricas y recursos literarios, pero con la yuxtaposición de lo que se supone que sabes antes de lo que haces, la cosa cambia. ¿Me entiendes, Hugo?
-          Creo que sí.
-          Imagina que Gillespie, Basie o Sinatra se hubiesen quedado con lo que sabían que saben, imagina solo por un momento que Louis Amstrong nunca hubiera amanecido con la dualidad de la inspiración, con la dualidad de crear. Porque el parteaguas de todo músico es eso, la creación. Eso hace la diferencia entre un gran saxofonista o tecladista y una leyenda. ¿Me entiendes, Hugo? Pero menciono que es una dualidad porque eso es, es decir, un rasgueo puede ser tu salvación, una entonación puede ser tu Jesucristo… qué bonita antonomasia. Pero es dual porque también puede ser tu perdición, eso lo sabemos todos los músicos, todos los creadores. Al ejecutar, componer, innovar, somos como un cirujano en una operación a corazón abierto. ¿Entiendes lo que digo, Hugo?
-          Por supuesto que sí.
-          Una persona puede hacer una melodía sin repetir dos veces la misma ejecución, eso lo sabemos perfectamente en el jazz, ¿tú lo sabes, verdad, Hugo?
-          Por supuesto, es uno de los principios del jazz, no de manera directa, pero es implícito, y cualquiera lo sabe.
-          Exacto, Hugo. Para hacerlo se necesitan horas de aprendizaje, horas practicando, horas dedicando tu vida a tu instrumento, pero para mí, la grandeza va más allá de lo que podemos ver.
-          ¿A qué te refieres?
-          La grandeza también está en esos que, con tres quintas, puede crear tres canciones distintas en melodía, armonía y composición, sin dejar de perder la sencillez de lo que ejecutan, porque a veces, lo sencillo es lo más difícil de hacer.
-          Totalmente de acuerdo.
-          Puse el ejemplo de quintas, pero quizá no fue el apropiado. Es decir, tú eres un letrado, Hugo, tú sabes más que yo de eso. A veces, un cuento de cuatro páginas es mil veces mejor que una novela de tres tomos.
-          Ya estamos ondeando en géneros.
-          Los géneros solo tullen el arte.
-          Los géneros son baluartes del orden natural de las mismas.
-          Quizá tengas razón y no te la quiero debatir. Bueno, te decía. Mientras ejecutaba, me di cuenta, supe lo que debía hacer. Pero necesitaba de… eso, para concluir.
-          Te refieres al pasmo, ¿verdad?
-          El pasmo me tranquiliza a veces.
-          ¿Quién te lo vendió?
-          Le pedí a Claudio que me lo consiga antes del concierto.
-          Hum…
-          ¿No le dirás a Eduardo, verdad?
-          No.
Entonces ella se acercó a mí. Se puso de rodillas en la cama para que nuestros rostros estén a la altura, la sábana que cubría su cuerpo desnudo cayó dejando su sexo al descubierto. Tragué saliva. Sonrió.
-          Me encanta ver eso en los hombres, Hugo, - Yo estaba inmóvil. Su aliento era una mezcla entre alcohol, y un amargo olor que deduje era por el pasmo. – ese vestigio evolutivo materializado cuando te desnudas frente a ellos y su mirada va en picada hacia tu entrepierna. Podrás ser un intelectual y todo lo que quieras, Hugo, pero ni todas las obras de todos los autores, te salvan de lo que eres: un animal, como cada uno de nosotros.  
Retrocedí como un boxeador que busca refugio en la distancia cuando su rival lo acaba de lacerar. Ella se recostó nuevamente, se cubrió la desnudez con una sábana, y como una niña a punto de darle las buenas noches a su padre, me dijo.
-          Creo que la entrevista ha terminado por hoy.
Salí de la habitación y me dirigí con Eduardo que estaba sentado en la sala mirando su celular.
-         ¿Qué tal la entrevista, pudiste sacarle algo?
-          Ni un poco.
-          Qué mala onda. Mira, en la noche iremos a grabar algo en el estudio, ¿por qué no te pasas? Ahí estaremos con los chicos.
-          No dudes que ahí estaré. Paso a retirarme. Eduardo, vigílala, ella no está para nada bien.

Llegué al Channel Records a las 6:05 del mismo día.
-          No sé dónde puede estar.  – Se justificaba Eduardo al teléfono. – Sí, me dijo que me vería aquí hace una hora, debimos comenzar a grabar ya. Ya perdimos una hora de grabación.
-          No ha llegado – me dijo Chucho después de saludarme y tomar asiento en la sala de estar del estudio. Era el bajista de la banda de Candy. Alguna vez colaboramos juntos, cuando mi estancada carrera de músico florecía.
-          ¿Qué pasó con Claudio?
-          Nos dejó, - dijo mientras fumaba un cigarrillo – seguramente se peleó con Candy o algo, pero fue una decisión de la noche a la mañana, si no lo conociera te diría que pareciera que se quería deslindar de algo, pero suena muy conspiromaniaco. Pero descuida, ya tenemos a otro, una joven promesa, solo lamento que su primer ensayo con nosotros se haya ido a la mierda por la desidia de esa mujer.
-          Estoy que me cago en todo. – decía Eduardo mientras venía a paso apresurado. Sudaba en exceso a pesar del aire acondicionado. – No sé dónde puede estar Candy, no contesta las llamadas.
-          ¿Por qué diablos la dejaste sola?
-          Porque no nos había hecho desde que… bueno, dejo el pasmo.
-          Mierda, me enteré de su recaída. – dijo Chucho. – ¿qué queda si no esperar? Aunque la verdad hoy no tenía muchas ganas de componer que digamos. Por cierto, Hugo, ¿cómo va esa entrevista a Candy?
-          Iba bastante bien, que digamos, me faltaba corregir el borrador principal y agregar unas cuantas cosas referentes a su música en vivo, que realmente ese es el objetivo de la columna, pero con esto que está pasando estoy un poco preocupado. No tanto como quisiera, porque me quedan 15 días para procrastinar, pero preferiría tener la nota lista.
-          Tu columna en esa revista es muy buena, la verdad.
-          Gracias.
-          No, en serio. Ya era hora que alguien se preocupe por los músicos locales. Ser músico es difícil en una ciudad pequeña como Quiroz. Si quieres triunfar de verdad, tendrías que emigrar a Monterrey, Guadalajara, Ciudad de México. Es mucho tedio. Afortunadamente, tanto yo como Candy y los chicos hemos sido bendecidos de que alguien que se interesó por nosotros, aunque no haya sido una disquera multinacional. Me alegra que una revista muy importante se preocupe por la escena local. Sé que al menos, alguien se interesa por lo que hacemos, aunque en teoría no le interesamos los chicos o yo, sino Candy, porque ella es la estrella solista, o una huevada así nos vendieron cuando nos contrataron, pero somos parte de, al fin y al cabo. La música que ella toca con nosotros es única, a decir verdad, nunca había tenido la oportunidad de tocar junto con alguien así. Es un genio en todos los sentidos de la palabra, lástima que su talento está condenado a ser desperdiciado, tanto por la vida que lleva, como por la falta de oportunidades. Lamentable.
Lo que decía Chucho era algo que ya sabía. Nunca en mi vida había deseado no tener la razón. Candy Petrosky era un genio. Ese ni siquiera era su nombre de nacimiento. Nadie, ni siquiera Eduardo, sabía cuál era su nombre de bautizo. Se lo había cambiado en sus años adolescentes, lo único que se conocía era que se lo modificó con tal de sepultar un pasado, teorizo que familiar, que le atormentaba. También arguyo que Candy es en realidad una anglicismo de su nombre real, y aunque es probable que yo tenga razón, no entiendo por qué alguien quisiera extranjerizar su nombre, mucho menos ella, que, el tiempo que llevo indagando en su vida y obra, me ha demostrado tener una repulsión hacia esa clases de cosas, así que, en caso de que mi hipótesis fuese real, el motivo de su cambio en el apelativo debió ser algo de gran trascendencia. Ese era uno de los muchos misterios que rodeaban a Candy Petrosky.
-          ¡Ya está aquí! – dijo Eduardo con un suspiro de alivio y formando una Y con los brazos.
-          Hola, chicos. – Saludó entrando al estudio después de su amante. Guitarra en hombro no era la misma mujer que había visto sin indumentaria hace unas horas. Con unos pantalones vaqueros, una coleta en el cabello que traducía que se había arreglado con apatía, y esos lentes de aumento que resaltaban su mirada café.
-          ¿Dónde diablos estabas? – Dijo Chucho poniéndose de pie y saludándola con un beso en la mejilla.
-          ¿De verdad importa?
-          Tienes razón.
-          Hugo, qué bueno que viniste, espero poder contribuir a tu escrito apenas terminemos de grabar.
-          Qué va, estoy aquí porque quisiera escucharlos.
Ignoró mi comentario y se dispuso a entrar a la sala de los instrumentos, donde la banda, ya hastiada de esperar, se contentó con verla entrar a escena. Se dispuso en un taburete, con una guitarra electroacústica en mano. Todos estaban en sus respectivas posiciones e instrumentos. Yo y Eduardo nos colocamos en la cabina, y entre nosotros, el ingeniero de sonido. Siempre que Candy está en la sala de grabación, se suele grabar absolutamente todo hasta que sale de la habitación, yo nunca había entendido por qué hasta ese día. Sin previo aviso, Candy comenzó a improvisar un arpegio a 70 bits por minuto, tras una repetitiva de 16 compases comenzó a cantar. Cantó como nunca en mis años en la música había escuchado a cantar a nadie. No era la voz ronca, gutural y rota que me había hablado hace unas horas, por supuesto que no, esta era la voz de Candy Petrosky. Tenía unos altibajos que, como crítico, le quitaban la seriedad a la melodía, pero como humano, como simple espectador, y dejando a un lado la teoría musical que me había tragado por efectos prácticos, eran preciosos. La banda comenzó a improvisar siguiéndola. Un rasgueo de la guitarra secundaria acompañaba el arpegio que inició, y el baterista, adornando con ride y arillo, hacía que la suavidad de las cuerdas se aprecie sobre la percusión. Me costaba creer que lo que estaba escuchando era una simple improvisación, una maqueta. Dicen que cuando un grupo de músicos está improvisando, sus corazones se temporizan en una simultaneidad poética. En esa sala, Candy no era la mujer con problemas de drogas, con un  nombre espurio sacado de quién sabe dónde, no era la mujer que había pecado ayer justificándose una revelación, no, por supuesto que no. En ese momento Candy era mi pasaporte al Cielo. El estribillo repetía como fracasar se convierte en un hábito en la vida de las víctimas y cómo, hasta la guirnalda de un festejo, se transforma en tu Árbol de la noche triste; por supuesto, todo adornado de una manera tan lírica, retórica, poética… esa poesía que solo Candy podía crear, esa poesía que es transformada por su voz, esa poesía que alcanza el cosmos, lo sideral, lo infinito. Árbol de la noche triste. Habíamos encontrado el nombre del siguiente álbum. Entonces, ejecutando una nota al aire, la banda dejó a Candy terminar por sí sola. Recitó un cuarteto de la misma manera, y antes de tocar la última nota, antes de declamar las últimas palabras de aquella obra de arte, soltó un grito desgarrador y se tiró al piso, dejando caer la guitarra con violencia, ella tumbándose sobre los cables y pedales de efectos. Se puso de pie y comenzó a gritar, arremetiendo contra el cristal que nos separaba de la sala de ensayo. Pedía que borremos la grabación, que había sido la peor ejecución de su vida, nadie debía escuchar aquella bosta que había compuesto. Amenazaba con golpear el cristal, con cargar contra todo lo que estaba a su alcance, lloraba, como alguien que acababa de sufrir un trauma horrendo e indescriptible. Chucho trató de tomarla de los hombros, pero se arrebató con fiereza y pegó otro grito más agudo y desgarrador que el primero. No podíamos borrar esa grabación, podíamos hacer algún arreglo, algún efecto, y se vendería como pan caliente. Candy necesitaba esa grabación. Dijo que jamás volvería a tocarla, que nunca debió componerla. Candy estaba perdiendo la cabeza. Eduardo me comentó una vez que cuando Candy estaba en el apogeo de su adicción por el pasmo esa clase de ataques que estaba presenciando eran pan de cada día. Ella se hacía daño, una vez golpeó un cristal con su puño desnudo en uno de sus enfermizas invasiones de ansiedad: seis puntadas. Tanto era así, que estuvo a punto de terminar con su carrera, pero ella lo había dejado, Eduardo me juró que era una mujer diferente. Pero por lo que veía, y si es verdad que la historia le suele copiar a la historia, a Candy no le quedaba mucho tiempo. Al final de todo, el ingeniero le mostró algo, cualquier cosa, con tal de no perder la grabación de ese día, Candy lo aceptó pero se negó a seguir tocando. Salió del estudio, pagó un taxi y se fue a quién sabe dónde.


El Árbol de la noche triste fue en éxito en internet. Era tal y como lo recordaba en el estudio, con algunos arreglos del teclado que fueron vueltos a grabar, y el grito del final, si no hubiera estado presente durante el suceso, hubiera pasado como un final, algo rimbombante, por terminar una canción que de por sí hablaba de un tema sombrío. Candy había recaído unas tres veces esa semana. Huía de la casa de Eduardo, y regresaba con suficiente pasmo en la sangre para asesinar a un caballo. No se presentó en una de las presentaciones pactadas, e intentó suicidarse en su bañera si no hubiera sido porque Eduardo la detuvo. Todo se estaba saliendo de control. Esa vez, le tocó en la Casa Azul, yo estaba con Eduardo en una mesa mientras Candy tocaba una versión bossa nova de Light my fire, que si bien no era su estilo, la ejecutaba como si toda la vida hubiera practicado el fino arte del género brasileño.
-          No sé qué pasará conmigo, - me decía Eduardo mientras paladeábamos un whisky – es decir, hombre, no puedo seguir. Candy me está volviendo loco, llevo dos días durmiendo dos horas, quizá menos, ya no puedo. Quiero regresar a Montevideo, ahí tengo una casa, podría dejarle esta a Candy… pero tengo miedo.
-          Creí que la amabas.
-          No lo sé, Hugo, lo mío con Candy no es algo formal, nunca lo ha sido. No creo que creas que la utilizo, por supuesto que no, es solo que… hombre, ya no puedo con ella. Hemos hablado, Hugo, ¿sabes?, está pasando por una especie de depresión. Su vida es una película cíclica, prosaica, o al menos así lo define ella. Está harta, está cansada de ser parte de todo, de ser parte de nosotros, es verdad, la música es una especie de painkiller, pero su mente está agotada. Mis días que eran de oro y zafiro ahora son un tesoro yendo al sumidero. No le encuentra sentido a su existencia, no le encuentra sentido a nada. Ella es única, si la escucharas hablar como me ha hablado, entenderías a lo que me refiero. No es la persona más elocuente, pero cuando hace música… pareciera que ese es su lenguaje materno. Manda a la mierda los idiomas románticos, el pentagrama es su cama y un estribillo su hogar. Sé que suena absurdo, pero no es como lo veas, Hugo. Me habla en clave de sol, yo… tengo miedo de perderla, que toda su genialidad se desvanezca por mi estúpida debilidad no poder sacarla de su adicción. Ella se merece el mundo, y el mundo necesita a alguien como Candy.
-          No te preocupes, amigo, has sido bueno con ella, pero a veces… las cosas pasan por algo, y esa adicción se le ha ido de las manos.
No sabía que decirle, él tenía razón. Cualquier estúpida frase hubiera sido superflua en ese momento.
-          Hugo, ¿puedes hacerme un favor?
-          Dime.
-          ¿Puedes llevarla a la casa? Quiero descansar, no quiero preocuparme por ella hasta mañana. Sé que eres una buena persona y que estará bien contigo.
-          Por supuesto.
-          Gracias, te debo una. De verdad.
Se puso de pie, intercambiamos una despedida y un abrazo, y salió del bar. Candy con su guitarra cerraba la noche con Juego que me regalo un seis de enero, excelente decisión de quien haya escogido el itinerario.
-          Hugo, ¿dónde está Eduardo? – me dijo cuando el número había acabado.
-          Se fue a tu casa a dormir, está muy agotado.
-          Yo… no he sido buena con él.
-          No te preocupes, no es culpa tuya.
Dije, aunque claro que era culpa de ella.
-          Hugo, no quiero estar acá, caminemos a otro bar o a un café, aún es temprano.
Revisé mi reloj, eran la una de la mañana. Caminamos hasta un café con terraza que estaba a unas dos cuadras de la Casa Azul, nos pusimos cómodos. Bebimos hasta las tres, justo cuando el café estaba por cerrar. La noche era fría, y caminamos por la calle Vasconcelos hasta el monumento a la Revolución y nos sentamos a solas, yo y ella, Candy y yo.
-          Hugo, mi enfermedad y yo… creo que hemos arruinado la crónica de tu revista.
Obviamente se refería a su adicción.
-          No te preocupes, ya casi la termino.
-          Es mi culpa, todo es mi culpa. Sé que Eduardo me quiere dejar, sé que tengo hartos a los chicos de la banda, sé que no terminarás la nota a tiempo. Lo lamento, todo esto es culpa mía, si tan solo tuviera un poco de fuerza de voluntad, si tan solo…
-          No te culpes, Candy, solo es que…
-          ¡Tú y tu estúpida manera de sintetizar lo que siento! No se trata de eso, ¡soy más que una columna mensual en una revista, soy más que esa músico que todos piensan que soy! Soy Candy Petrosky, y también me lastimo.
-          Yo… Candy… Lo lamento.
-          Hugo… la música, va más allá de mí, ¿sabes? A veces, una se abstrae. Eduardo lo llama así, pero no es eso, no sé cómo llamarlo, es difícil. Tú eres el hombre de letras aquí.
-          No estoy muy seguro de qué quieres decir.
-          Sí, o sea, cuando toco, cuando creo, cuando hago música, es como estar en una escalera eléctrica, en donde la altura es el tiempo. Estás en la escalera conversando con una persona, y cuando te das cuenta, ya estás en el piso dos. Eso es abstracción según Eduardo, pero va más allá, es algo metafísico. Literalmente  viajo. Por eso me encanta el pasmo, Hugo, porque esa abstracción (llamémosle así, qué va) es lo más parecido que puedo encontrar entre todas las cosas que el mundo nos ofrece. Hacer música es como tener un plato de ensalada en el refrigerador, cuando toco me olvido de los problemas, de la religión, las guerras, me olvido de la deuda que tengo con vivir. No significa que los problemas, las guerras y las deudas dejen de existir, pero regreso al ejemplo de la ensalada. La ensalada solo existe cuando lo estoy comiendo, yo sé que la ensalada está en el refrigerador, pero fuera de eso, no vas a venir a decirme que la ensalada existe en ese momento. ¿Entiendes lo que digo?
-         Sí, por supuesto.
-          Hacer música es algo mágico, apreciarla, es otra magia. Y la música es como la vida en muchos aspectos. Es decir, mira nada más. Puedes ser un músico excepcional, pero muy difícilmente sobresaldrás por ti solo. Será muy complicado que brilles sin demás músicos. Pero no quiero llegar a algo como el comunismo. Ideologías y música es absurdo de mezclar. Eres músico, déjale la filosofía a los filósofos, la crítica a los críticos, la política a los politólogos, tú has música. ¿Pero qué te decía antes de eso? Ah, puedes ser un músico excepcional, pero si en tu banda estás rodeado de gente mediocre, jamás podrán crear algo. En cambio, cuando todos tienen las mismas capacidades, entendimiento, cuando han trabajado arduamente juntos, cuando se encuentra el balance perfecto, ahí es diferente. Solo ve a Dire Strait, o The Police, o a La Banda, (perdón si quiera por incluirnos en la tercia). Aplica tanto en la vida, como en la música: rodéate de sabios y algo se te quedará. Qué va, Hugo, solo estoy divagando. Olvide a dónde quería llegar con todo esta habladuría. Disculpáme.
-          No te preocupes, disfruto escuchándote hablar.
-          Llévame a casa.
-          A sido lo más sensato que has dicho en toda la noche, señorita.




-          ¿Hugo? – Me llamó Eduardo desesperado.
-          ¿Sí, qué ocurre?
-          Es Candy, colega, ella… está mal. Quiere verte, estamos en el hospital.
Entre las mantas blancas, Candy parecía un dibujo animado. Tenía los ojos caídos, los labios resecos y estaba pálida.
-          Hugo, te extrañé estas tres semanas.
-          Y yo a ti. ¿Qué te ha pasado?
-          ¿De verdad importa? Estoy aquí y eso es lo importante.
-          Cierto.
-          Eduardo me dijo que me querías ver.
-          ¿Publicaste la nota sobre mí?
-          No pude completarla a tiempo, preferí publicar cualquier cosa antes que la columna incompleta sobre ti.
-          Lo lamento tanto, Hugo, pero es que el pasmo…
-          Ya no hablemos de eso.
-          Tienes razón. Hugo, si salgo de esta, quiero que escribas lo que te he dicho todo este tiempo. Es poco, y sé que lo tacharás de filosofía barata, mediocre, basura, pero si puedes ayudarme de esa manera, me gustaría que lo hicieras. Por mí, por Eduardo.
-          Lo pensaré.
La verdad es que lo iba a pensar, hubiera sido tedioso escribir sobre Candy Petrosky, y lo último que quiero en mi vida es tedio.
-          Me gusta tu honestidad, ¿sabes? Soy una mujer bella, nunca he sabido lo que es vivir sola, pero sola de verdad. Estoy acostumbrada a que la gente me haga promesas, estoy acostumbrada a que me digan lo que quiero escuchar. Soy una mujer bella como muchas, y ese es mi principal talento. Tengo a docenas de hombres detrás de mí, pero tú… nunca me has tratado como a una muñeca.
-          Porque sé que el corazón de las muñecas cumple con la receta de no latir nunca jamás.
-          ¿Qué tratas de decir?
-          No, nada.
-          Hugo, siempre detesté a esa gente que alardea de sus virtudes, que se creen sabios. Todos esos hombres y mujeres con estudios universitarios, con cédula profesional, que se sienten superior por lo que hacen, que creen que eso les da el derecho de pisotear a uno. ¿Sabes, Hugo? Te diría que me dan lástima, pero la verdad es que me causan gracia. De verdad, se creen sabios, y no es porque de verdad lo sean, sino porque se han aprendido cientos de fórmulas, de nombres, se han comido cientos de libros. Se creen sabios porque piensan que lo que hacen es la cúspide de la dificultad, y nosotros hacemos que ellos crean eso, pero al final, esa es la misma razón por la que gente le aplaude a un músico mediocre, porque creen que lo que hace es un harta de la complejidad. Estoy segura que entre todo el rollo pretensioso, son buenas personas. Es eso lo que te priva de la dicha, y que solo la humildad te puede conceder, ¿quieres respeto? Se humilde.
Ahí estaba Candy, haciendo una síntesis en el momento menos oportuno. Ella tenía razón en lo que decía. Jamás la vi alardeando sobre su talento nato, jamás hizo un comentario enalteciéndose, tenía frente a mí a la mejor músico de toda una generación, y lo peor de todo, es que quizá moriría sin saberlo. Eso es lo que hace diferente a Candy entre todos los genios, entre Shakespeare, Kafka, Piazolla, Cortázar, Rivera o el Che Guevara, que ella es una genio, pero nadie sabe que lo es, mucho menos ella. Que ni siquiera se le pasaron por algún momento que yo escribiría esto. Una genio, que siendo una genio no dejó legado, que se fue sin hijo, ni árbol, ni libro. Una genio por la que tal vez nadie llorará su muerte. Una genio cuyo nombre nunca aparecerá en ningún libro, que nunca será mencionada en una plática de universitarios, cuya foto nunca estará en el New York Times, en el Cosmopolita, o en cualquier revista de prensa rosa. Una genio que estuvo condenada desde que su cerebro materializó a primera chispa de grandeza. Una genio que siendo una genio… nunca fue una genio, porque al fin y al cabo, es la sociedad la que escoge quién es una mente brillante y quién un común denominador. Una genio llamada Candy Petrosky.
-          Cuando muera, Hugo, porque vamos, sé perfectamente que moriré, publica solo lo que te mencionaré. Todo eso que pasó, todo eso que nunca debió pasar y decirse, omítelo, hay cosas que la gente nunca debe saber, o argüir por ellos mismos, solo seré la primicia de un trasfondo que va más allá de lo que pudo ser. Sé que moriré Hugo, sé perfectamente que moriré. Gracias por escucharme, gracias por lo que harás, si es que lo haces. Omite eso que pasamos, pero escribe lo que pasamos, tú entenderás. Antes de que te vayas, llama a Eduardo, dile que lo quiero ver. Y Hugo… Te quiero.


Candy Petrosky murió el 30 de julio de 2014 a la 1:39.