miércoles, 4 de junio de 2014

La autoestopista


No se sabe cuándo te estás comprando la ropa con la que mañana van a velarte,
colores opacados por las flores de un show que en la platea nadie quiere…
-          ¡Maldita sea! – Grité mientras le daba palmadas al estéreo del auto. La voz de Diego Perdomo se perdió en un cúmulo de parásitos y gotas suicidas que golpeaban con ferocidad el parabrisas de mi auto.  – Estúpido altavoz de mierda.
Le atribuí la interferencia al cable que conectaba el teléfono móvil  al aparato electrónico del sedán y seguí a través del aguacero noctámbulo tratando de recordar el camino espeso de tierra roja que horas antes me había acompañado a mi destino. El efecto del alcohol se había disipado hace unos 40 minutos, más o menos, y entre la espesa soledad de los matorrales de la flora costera, intentaba disipar el sueño al que un insomnio inducido por música, sudor y juerga me había llevado.
No se sabe cuando estás saludando al pasar a alguien que ya nunca verás en tu vida, rutina insoportable de pensar el final, es solo alguien que saluda y que camina. El arpegio en la menor del tenor argentino me envolvía en un halo de confort, a pesar de la inseguridad de mi trayecto y la demasía de la distancia que aún me faltaba por recorrer. Es esa satisfacción de pertenencia que solo una melodía bonanza puede transmitir. Sea como fuere, ahí estaba yo, ya había recuperado la lucidez como para no dudar de la figura que se alcanzaba a distinguir en la cuneta. Una mujer. Inverosímil tomando en cuenta la lejanía e incomunicación del lugar. Traté de recordar si había pasado por algún poblado durante el derrotero, pero caí en la cuenta que el asentamiento humano más cercano estaba a unos 20 minutos en automóvil, hora y media a pie, ¿qué hacía una fémina rondando por aquí? No me sorprendió cuando la dama me hizo la parada. Mano erecta y pulgar al cielo. Mis padres me enseñaron a desconfiar en los autoestopistas, y con razón, viviendo en una ciudad tan insegura como lo Quiroz, México, en donde te secuestran por cien pesos y te descuartizan por mil. La mujer tenía una sudadera azul con el gorrito puesto, una mochila colgaba de su espalda, se veía cansada, sucia y empapada por el diluvio de aquella noche, pero traté de ignorarla. Avancé unos cuantos metros haciendo caso omiso de ella cuando algo en mí comenzó a martillar. El eterno debate entre lo que crees que es correcto y lo que te enseñaron que no lo es. Miré a través del retrovisor y la vi, de pie, observando como la única esperanza que la había iluminado con forma de faros delanteros se alejaba en la espesa oscuridad. Frené lentamente, puse la marcha atrás y regresé por ella. Una sonrisa se dibujó en su rostro, corrió hacia mi auto, y le abrí la puerta del copiloto. Estaba empapada cuando ocupó el lugar a mi derecha. Se quitó el gorro y dejó caer una dulce cabellera negra, que si bien parecía enredada y espesa por el agua, no podía evitar verse tan linda. Al menos no era un sicario o extorsionador. A simple vista compartíamos edad, pero sus ojos parecían ajados y rojos, tristes y flojos. Sus manos trémulas acariciaron el tablero antes de dirigirme una sonrisa.
-          Muchas gracias. De verdad muchas gracias. Lamento mojar tu tapicería, una disculpa.– Me dijo con un tono tímido en la voz. – Mi nombre es Lucía, pero puedes decirme Luci.
-          Mucho gusto, Luci, mi nombre es Sergio. No te preocupes por los asientos, - dije tratando de denotar amabilidad. – dime, ¿a dónde vas?
-          Vivo cerca de la costa de Playa Limón, pero puedes dejarme cerca de la carretera federal que va a Prosperidad, ahí podría caminar o pedir otro aventón.
-          ¡Ah, descuida! De todos modos tengo que agarrar aquella carretera, solo implicaría desviarme unos cuantos minutos, pero te puedo dejar en tu casa.
Era una mujer linda, y eso motivó mi amabilidad ante ella. Así de débiles podemos ser los hombres.
-          Dime, ¿qué hace una mujer caminando sola por esos lugares a altas horas de la
noche? – Le dije tratando de iniciar una plática.
-          Salgo a pasear de vez en cuando. Me lo recomendaron. No puedo quedarme en casa por mucho. A veces me pierdo, pero qué bueno que existe gente tan amable con tú.
-          Ya veo. ¿No tenía a nadie que vaya por ti?
-          No, no tengo a nadie. No desde que mamá murió. No tengo a nadie a quién llamarle. La quería mucho. Aún llevo su cabello en mi mochila.
No supe cómo reaccionar a ello. Seguramente habré oído mal, pensé, pero no hice eco de aquél último comentario.
-          Lamento oír eso.
-          No pasa nada.
-          ¿Vives sola?
-          Sí, por desgracia.
-          Ya veo.
-          El tiempo se hace lento cuando estoy sola. Nadie va a verme. A veces mis días son un poco repetitivos. Rutinarios.
-          Qué mal. ¿No tienes amigos?
-          El carnicero iba a verme a veces, me llevaba comida. Pero se enfermó. Una infección
intestinal causada por quién sabe qué parásito. Cayó del barranco. Hablaba. La gente habla mucho y piensa cosas, te culpa, te llama zorra. El carnicero hablaba. Ya sabes cómo le gusta hablar a la gente. Por eso vivo sola. ¿Te gustan las serpientes?
-          ¿Te refieres a si me gusta el animal en sí o si me gustan como mascota?
-          El animal en sí.
-          Sí, son bellos animales, ¿por qué?
-          Yo los odio. Vivo de las serpientes.
-          ¿Cómo puedes odiarlos?
-          Me buscan, ¿sabes?, ahí están. Por más que las envenene, ellas están ahí
observándome, esperando. Pero sea lo que sea que están esperando, eso no va a pasar. Las extermino, las asesino. Sí, eso soy, soy una asesina de reptiles. Cada noche me acuesto creyendo que encontré la paz, pero el infierno me espera al despertar. Mí infierno. Las serpientes son mi verdugo.
-          Oye, me estás asustando un poco.
-          ¿Por qué? ¡Pero si tú me agradas! La semana pasada encontré un conductor muy
guapo que se ofreció a llevarme, pero él no me agradaba. Lamentablemente se asfixió él mismo. ¡Hey! ¿Te conté que trabajo en un proyecto para volverme famosa?
-          No, por supuesto que no lo has hecho.
-          Escribo, me gusta escribir.
-          ¿De verdad? ¡Yo amo leer! ¿Qué escribes?
-          De todo un poco. Ahora mismo estoy escribiendo cuentos para niños, ya verás, es cuestión de tiempo para que me vuelva rica y famosa. Los hombres irán detrás de mío, Los hombres son buenos, no como mamá decía. Al carnicero le gustaba lo que escribía. Lástima que está muerto. Bien muerto.
Lo volátil de plática la hacía incómoda, al menos de mi parte. A estas alturas estaba seguro que Luci tenía alguna clase de problema mental, y eso me perturbaba.
-          Vivo del papel. – Continuó - El olor a la tinta en él, su textura, su sabor, ese ruido sordo que hace al crisparse por el fuego. ¿No es hermoso el papel? Vivo de la carne. Me gusta la sopa, sopa a base de sopa añeja. Sopa de carne, carne en sopa. A veces la sopa es buena. Tengo que salir, aclaro mis ideas de ese modo. Pero las serpientes están ahí. Sopa de culebra. ¡Hey! ¿Te gusta la piel?
-          ¿A qué te refieres?
-          ¿Que si te gusta la piel, tontito?
-          Hem… supongo que sí.
-          Eres un tontito, me agradas mucho. La casa no es la misma dese que murió mamá, es vacía, es fría, es…
-          Amiga, me estás comenzando a espantar.
-          ¿Por qué lo dices?
-          Lo que dices, no sé, es… perturbador.
-          ¿Lo arruiné? Dime que lo arruiné. Dime que soy una estúpida. ¡Ven, golpéame, como lo hacía mamá! ¿Qué vas a hacer fortachón? ¿Me vas a rapar, me vas a arrancar la blusa, me vas a dar jarabe para la tos y palazos hasta hartarte? ¿Vas a decirme que soy un engendro, que no debí nacer, que soy el deseo de Arioc? ¿Vas a encerrarme en el sótano? ¡Justo como mamá! Ella tenía razón, todos los hombres son unos hijos de puta.
-          Oye, amiga, cálmate. Mira, me voy a detener aquí…
-          ¡No! Por favor, ellos nos están siguiendo.
-          ¿Quiénes?
-          ¡Las serpientes! ¿No te das cuenta? Por favor, no puedes dejarme aquí. Perdón por arruinarlo, justo como con los cachorritos y el queroseno. Por favor.
-          Está bien, cállate, por favor. Te llevaré a tu casa.
-          Mil gracias, eres tan lindo. Me callo.
El trayecto se hizo en silencio, con excepción de unas cuantas indicaciones, pero al final llegamos a su casa. Estaba justo a la salida de Playa Limón. La casa era enorme pero vieja, con un gran jardín con árboles frutales y flores, la terraza de la mansión veía justo a la orilla de un barranco. El sol comenzaba a salir. Con los primeros rayos del astro rey pude ver con mejor detalle el patio del
hogar de Luci. Me sorprendió ver tres montículos de tierra, que bien parecían recientes porque aún estaba la pala a un lado de ellos. Eran tumbas.
-           Muchas gracias por el aventón. ¿Te gustaría pasar a cortar azucenas?
-           No, muchas gracias.
-         A mamá le gustaría verte. ¡Ah, a Don Beto le agradarías muchísimo!
-          Creí que vivías sola.
-         Vivo sola, tontito, Don Beto es el carnicero de la ciudad.
-          Pero creí que él había fallecido…
-          Ja ja ja. Eres un tontito, Sergio. ¡Claro que está muerto!
-          Mira, esto se está poniendo muy tétrico. Debería irme.
-          Claro, ¡maneja con cuidado!
Lucía se dio la vuelta y caminó directo a las tumbas, se agachó, puso la mano sobre el montículo, y me hizo adiós desde su posición. Regresé a la carretera y traté de olvidarme de aquél extraño suceso mientras conducía.



Habían pasado 15 minutos de que había dejado a la autoestopista cuando escuché un leve siseo dentro del automóvil. Mi sorpresa fue mayúscula, tanta que tuve que detener el auto en seco y salir de él para poder enfrentar el reptil que se colaba en la parte de abajo del asiento del pasajero, una serpiente.