Capítulo II
Oportunidades Y Oportunistas.
Ricardo Allende se preparó un
sándwich con el jamón barato que había estado arrumbado en su nevera desde
quien sabe cuánto tiempo. Su cena y almuerzo de esa noche iban a constar de un
refresco de soda, una bolsa de galletas y por supuesto, un sándwich de jamón.
Tomó las llaves del Tsuru 2001 que rotulaba «Taxi seguro». Esa noche le tocaba
doblar turno.
Zigzagueaba por el centro de
Ciudad Quiroz. Las calles vacías al estilo colonial eran como una pieza musical
de la que nadie quiere tomar parte para bailar. Y era entendible; a estas horas
de la noche (o de la mañana), y más en estos días de la semana todos están
impávidos en sus hogares, durmiendo y descansando para la jornada matutina de
mañana. Pero no Ricardo Allende. Había querido estudiar, salir adelante, ser
alguien, tener una vida como la que sus padres nunca pudieron darle, pero el
destino le había puesto trabas. No recordaba qué, cómo o quién, pero había
terminado sus días, desperdiciando su energía y juventud en un sedán de cuatro
puertas, con un sueldo miserable y el tubo de escape averiado. Miró la pantalla
de su celular para ver la hora, «dos horas más y me voy a la mierda». No era
ningún secreto, odiaba su trabajo, tanto que éste lo llevó a odiar su vida.
Había llegado a la conclusión, después de varios meses reflexionando, que él no
era más que una de esas personas que solo fueron traídas al mundo a fracasar,
solo para que las generaciones futuras tengan un ejemplo de cómo no ser cuando
grandes. Sí, la vida es injusta. Avanzó unos cuantos kilómetros más en las
calles iluminadas artificialmente y estacionó frente a una tienda de
autoservicio. Compró unos chicles y un
refresco y continuó con su tedioso recorrido noctámbulo. Se detuvo en una
esquina, salió a caminar mientras dejaba pasar el tiempo cuando vio a lo lejos
la silueta inconfundible de un sujeto corriendo a toda velocidad en dirección a
él. La soledad de la noche solía jugarle jugarretas, como aquella vez cuando le
había parecido ver un ser antropomorfo huyendo despavorido en un callejón, pero
esta vez aquél sujeto le parecía de carne y hueso y más importante aún, real.
Agudizó la vista y efectivamente, se trataba de un hombre joven entre treinta
años huyendo horrorizado que se encontraba a unas cinco cuadras del sedán. Se
acercaba velozmente a Ricardo cuando detrás del desconocido surgió un destello
áureo que pronto se convirtió en una bola de fuego seguido de un espantoso
rugido que perforó sus oídos; una explosión. Allende apartó la vista y se
cubrió para protegerse de la onda expansiva, cuando alzó la vista solo pudo ver
a lo lejos ascuas y humo. Entonces, como salido de una película de acción, el
sujeto estaba hora de pie, a unos tres metros de él, su ropa estaba
ensangrentada, despedía un característico olor a pólvora y sujetaba un subfusil
automático que apuntaba a la cien de Ricardo.
-
¡Tú! – Exclamo el sujeto. - ¡Súbete al maldito
auto y conduce lejos de aquí!
-
Pero…
-
¡Súbete al maldito auto o te vuelo los sesos
ahora mismo!
Allende no dudó dos veces ante
esta amenaza, subió al sedán mientras que el desconocido hacía lo mismo en el
asiento de copiloto sin quitarle el arma de encima. Estaba a punto de preguntarle a qué dirección
quería que lo lleve cuando vio en su retrovisor a cuatro autos deportivos de
color gris dirigiéndose a ellos a toda velocidad; entonces comprendió. Aceleró
como pudo, las llantas quemaron el pavimento y zigzaguearon cuando el taxi
salió despedido.
-
¡Esos hijos de puta no se dan por vencidos! –
Gritó enfurecido el desconocido sacando la cabeza por la ventana. - ¡Más
rápido, nos están alcanzando!
Ricardo pasó por alto un
semáforo en rojo y letrero que ponía ALTO.
-
¿Sabes disparar un arma? – Preguntó el hombre.
Ricardo negó con la cabeza.
-
Lo que pensé.
Uno de los cuatro autos estaba
por alcanzarlos e intentaba golpear la parte trasera del taxi con la defensa.
-
Tratarán de acerté perder el control, mantente
firme al volante.
El auto había alcanzado los
100 kilómetros por hora, y el más mínimo movimiento brusco podía significar la pérdida del control, un
terrible accidente, servicios de rescate y un titular en los periódicos
sensacionalistas de «Conductor loco se estrella en la Avenida Colón. El saldo:
dos muertos». El deportivo gris alcanzó golpear levemente el Tsuru empujándolo
hacia adelante.
-
Esto se está poniendo serio. –Dijo el
desconocido. – Es hora de que aprendan una lección.
Sacó un arma y revisó el
cartucho.
-
¿Eres creyente? – Le preguntó a Ricardo.
-
No mucho.
-
Pues ruega que Dios nos ampare ahora mismo.
Sacó medio cuerpo por la
ventana del copiloto y descargo una, dos, tres y cuatro balas contra el
atacante. Una de esas balas logró alcanzar el neumático delantero izquierdo del
coche que los perseguía, éste perdió el control y se detuvo de manera perpendicular
en medio de la calle cuando otro de los automóviles atacantes embistió
accidentalmente contra él, envolviendo a ambos motorizados en una nube grisácea
de polvo y parabrisas rotos.
-
¡Upa! ¡Deberían darme un aumento por eso! – Dijo
el hombre poniéndose cómodo en su asiento. Pero aún quedaban otros dos autos.
Ambos automóviles estaban detrás de ellos cuando los pasajeros de ambos
vehículos dispusieron a descargar fuego contra Allende y su acompañante. Los
cristales frontal y dorsal se convirtieron en astillas en un abrir y cerrar de
ojos.
-
¡Rápido, dobla aquí! – Gritó el hombre antes de
llegar a una esquina activando el freno de mano. El taxi giró derrapando en una
avenida y se detuvo de golpe, pero los perseguidores siguieron recto antes de
percatarse de la maniobra de sus perseguidos.
-
¡Acelera, maldita sea, no sé por cuanto tiempo
los perdimos!
Ricardo, una vez más, hizo
caso del copiloto de momento y se internó en una avenida.
-
¿Quiénes eran esos sujetos?
El desconocido ignoró la
pregunta y le dijo.
-
Necesito que sigas recto hasta el Monumento a la
Cultura.
Y así lo hizo. Condujo unas
tres cuadras cuando de repente, un coche gris deportivo se atravesó cerrándoles
el paso. Ricardo distinguió a tres pasajeros incluyendo el conductor de rasgos
mongoloides antes de que estos abrieran fuego por las ventanas del auto. En su
instinto de supervivencia, Allende aceleró e impactó su coche contra ellos. Los
enemigos quedaron atónitos y cesaron la ráfaga de plomo. Ricardo retrocedió y
cargó una vez más, esta vez empujándolos y abriéndose paso por la calle de la
venida. Avanzó 120 kilómetros por hora con el corazón latiéndole aún más
rápido.
-
¡Esos chinos de mierda no se dan por vencidos
por nada del mundo!
Y efectivamente, ahí, a 15
metros de distancia se acercaba aquél mismo vehículo. El copiloto misterioso
descargó lo que le quedaba del cartucho de su arma pero ninguna dio en el
blanco. El enemigo iba haciendo la distancia cada vez más corta.
-
¡Mierda, ya no me quedan balas! Colega, ahora te
toca a ti deshacerte de ellos.
Eso acaba de decir cuando la
pandilla de asiáticos los alcanzó y colocó su auto a un lado de manera paralela
a ellos de tal manera que quedaron alineados de manera casi perfecta. Ricardo
pudo ver el rostro del conductor, un hombre con la cabeza totalmente rapada y
la mitad del rostro tatuado. Los pilotos cruzaron miradas, era obvio que el
asiático reconoció el miedo en los ojos de Allende, de hecho cualquiera lo
hubiera distinguido. El conductor enemigo sacó un arma automática por la
ventana mientras con la otra mano mantenía el control del volante. Ricardo
sabía que si no hacía algo la vida de él y la del desconocido podría terminar
en ese mismo instante. Mientras el hombre tatuado fijaba su blanco, Allende
giró el volante de brusca manera y embistió a su perseguidor quien perdió el
total control de la máquina y terminó por estamparse en un poste de luz.
-
¡Vaya! – Exclamó el desconocido con cierto
alivio. – Creí que no nos salvaríamos de esa. ¡Rápido! Necesito que conduzcas
hasta las afueras de la ciudad antes que manden más secuaces a por
nosotros. Ah, y no hagas preguntas.
Condujeron por veinte minutos
a toda velocidad hasta llegar a un cruce ferroviario. Se podían ver los
primeros rayos del sol emerger a lo lejos. Se detuvieron justo antes de las
vías del tren en donde los esperaban dos autos con un hombre y una mujer
respectivamente.
-
Detén el auto aquí. Vamos, bájate. – Le ordenó
el hombre a Ricardo.
-
¡Hirley! – Exclamaron ambas personas. – Creímos
que no la librabas.
-
Y estuve
cerca de pasmar. Pero David… no consiguió salir.
-
Oh, lamento oír eso. – Dijo la mujer. – Santana
se hará cargo de que esos chinos paguen.
-
No lo dudo, Sonia, no lo dudo.
-
Nos tenemos que ir. – dijo el hombre. – nos vemos
en la Guarida.
-
Ahí estaré.
-
Ah, ten. – dijo y le entregó un arma a Hirley. –
Deshazte de él.
El miedo recorrió a Ricardo.
Pensó en correr pero estaba paralizado ¿así es como debería morir? Sin nada,
sin nadie, joven, en un estúpido juego de criminales ¿era éste su fin?
El hombre y la mujer se
subieron a uno de los autos y se perdieron en la carretera contraria que
llevaba a Ciudad Quiroz. El hombre misterioso se dirigió a Allende y le apuntó
con el arma.
-
No debemos dejar testigos, no es nada personal,
chico. – El sujeto titubeó un momento con la pistola lista para poner fin a los días
de Ricardo. La mano le temblaba, cualquiera que conociese a Hirley Perera podría
haber asegurado que era la adrenalina, pero era más que eso. Dudaba. Dio un
suspiro impotente y bajo el arma homicida.
-
No puedo asesinarte. Me salvaste la vida,
mierda. Yo… gracias.
Ricardo estaba confuso, había
tenido tantos sentimientos en tan poco tiempo; confusión, miedo, terror,
suspenso, alivio, miedo nuevamente. Ya ni sabía que pensar.
-
Aparte – continuó el hombre. – Ya he asesinado a
muchos hombres hoy. Mi nombre es Hirley.
Él estaba completamente
desorientado.
-
Yo… Mi… mi nombre es Ricardo.
-
Mucho gusto, Ricardo. Has demostrado ser un
hombre valiente ahí afuera. Muy pocos conducen como tú, quizás deberías dejar
ese trabajo de mierda y comenzar a apostar por altos vuelos. – y señaló el taxi
destruido que les había servido de medio de escape.
-
Yo… No sé.
-
Te llamaré, Ricardo, y te daré indicaciones.
Claro si es que te apetece una mejor vida. De hecho, si no aceptas serás
considerado enemigo de nuestra… organización, y a mi jefe no le gusta tener
enemigos. Piénsalo, tienes 24 horas. No solemos hacer este tipo de ofrecimientos,
y menos a desconocidos, pero tienes potencial, muchacho. Tu tiempo corre. Subió
al auto que la pareja había dejado y huyó del lugar dejando a Ricardo Allende
con preguntas inquietantes, una oportunidad para salir del agujero donde había
pasado los últimos años de su mugrienta vida y la carrocería del Tsuru 2001
completamente destruida.