jueves, 28 de mayo de 2015

Frente al Televisor

Frente Al Televisor

Anoche me acosté a dormir cuando los anuncios de televentas comenzaron a invadirme repetitivamente. Hoy desperté con el himno nacional para luego pasar a las noticias matutinas. Así me dieron las siete de la madrugada; se avecinaban lluvias torrenciales para la ciudad, la gasolina subió un 13% y el Vaticano daba un discurso en contra de los gays. Me hubiera sorprendido más haber encontrado noticias optimistas o verte en el centro de televisor con un saco de vestir negro que cubriera tu figura. Pero no. Me puse el viejo cobertor alrededor mío y me acomodé en el sofá. Parecía un hombre en estado vegetal.  
Comenzaron los programas esos dirigidos a amas de casa en donde los presentadores bailaban y decían ridiculeces solo para tener al público ligeramente entretenido. Esperaba verte moviendo el trasero al ritmo de alguna canción cubana, anunciando mayonesa dietética o sugiriéndole al televidente que cambie de compañía de teléfono móvil, pero no te vi.
Entonces inició ese show basado en casos de la vida real mexicana; recé para que seas la próxima en entrar en escena interpretando a alguna madre soltera, o a una señorita con problemas de drogas y reincidencia en el alcohol. Esperaba siquiera poder ver tu mirada, encontrarme tus ojos y percatarme que no habían perdido la luz que tantos años atrás yo les había dado.
El día pasó y la tele trató de venderme una cerveza que me haría más amigable, una rasuradora que me ayudaría a encontrar mujeres con quien reemplazarte, un desodorante que estaba de moda entre los jóvenes quinceañeros, un refresco que me haría disfrutar la vida, una promoción en un restaurante de comida rápida que aseguraba ser el mejor en el mercado estadounidense a pesar de que las noticias del medio día decían que se había encontrado una rata dentro de un contenedor de lechuga en el mismo lugar. Me trató de vender un tratamiento psíquico para adelgazar, una película mexicana que hablaba de narcos y corrupción política y un tratamiento herbolario que aseguraba que nunca seré feliz con el cuerpo que tengo. Pero lo único que quería era que salgas tú. Me tragué siete novelas esperando encontrarte en el siguiente cuadro besando apasionadamente al protagonista de momento como me besabas a mí. 
Me fumé unas cuantas cajetillas para así abolir la necesidad de comer y ya no perderme ningún momento la TV, porque la última vez que me ganó el hambre y corrí a engullir en el refrigerador lo primero que vi, esa vez, te juro, me pareció ver tu piel morena y tu mirada verde antes de que la programación pasara a la publicidad de una pelea de boxeo que prometía no ser larga y repetitiva como la de la semana pasada.
Me tragué tres partidos de fútbol con más fueras de juego que goles y que al final terminaron cero por cero, el informe de gobierno del alcalde, la entrevista al hijo de Blue Demon, el homenaje post mortem a un actor al que nadie le importó mientras vivía y 17 videos musicales que, aunque la música sonaba exactamente igual, analicé detenidamente para ver si esta vez estabas entre una de las extras bailando como si yo ya no te importara.
Dicen que vivir sin esperanzas es también una gran hazaña, pero espero que no hayas perdido las tuyas. Aún recuerdo cómo me hablabas acerca de ser modelo y actriz, ¡y qué feliz era yo de escucharte! Sé que la decisión que tomaste fue la mejor, así que por favor, salte ya bebiendo Coca Cola, fumando un cigarro o apoyando a algún candidato a la presidencia; has que valga la pena lo que estoy pasando solo para ver tu rostro otra vez.

La programación terminó de la misma manera que terminó ayer, antier, y la semana pasada, y lo único que vi fue mi rostro socavado reflejándose en la pantalla de televisor después de presionar rendido el botón de power

lunes, 20 de octubre de 2014

La epifanía del gato y el ratón

Patricia se despertó por novena vez en lo que llevaba de la jornada nocturna. El jet lag tenía tullida sus energías, pero ni siquiera eso parecía una excusa para Morfeo.  Sudaba a pesar del frío de Buenos Aires. Se sentía observada, se sentía vigilada; era ridículo pensar en eso si quiera, es decir, era su segunda noche en aquella gran ciudad como para dejarse llevar por la paranoia.

Había rentado una pequeña habitación para estudiante. Era barata pero acogedora. O al menos eso pensó cuando la noche pidió posada y las tinieblas convirtieron del cuarto en una prisión de oscuridad.



Tenía la sensación de que había alguien con ella en aquél salón de 90 dólares la mensualidad; y no era cosa de hace un par de minutos, cuando salió a comprar provisiones para su larga estancia en Argentina, Patricia había experimentado una epifanía del gato y el ratón en donde, por supuesto, ella era el roedor. Lo curioso era, que a lo largo de la jornada, esa misma sospecha no desapareció, sino que la acompañó durante toda la tarde. Pero ahora a las 2:14 de la mañana, esa sensación de miedo y persecución no solo no cesó, se intensificó. El temor la hacía ver cosas en la oscuridad, y ahí, tendida en la cama, tapada con los cobertores hasta la barbilla, juró que había alguien sentado en la vieja y desgastada mecedora de madera que se encontraba en el extremo derecho a ella. Sus ojos trataron de interpretar lo que veían pero la falta de luz los hizo abdicar. Podía alcanzar a distinguir la figura antropomorfa ocupando la silla, ahí, impávido, esperando y observando a su presa; no se movía ni hacía ruido alguno, tan solo se limitaba a observar. Esa conclusión, que duró apenas una fracción de segundo hizo estremecer el cuerpo somnoliento de Patricia. Trató de tranquilizarse y de entrar en razón. La parte de su cabeza en donde habita la sapiencia formuló una idea que la calmaría: «cerraste la puerta con llave cuando llegaste esta noche, nadie pudo haber entrado, y de ser así, el cuarto es pequeño, hubieras escuchado el intento de forzar la cerradura.» Trató de buscar lucidez en los recuerdos pero apenas y la halló. No recordaba haber puesto seguro al pestillo cuando llegó de las compras, es más, ahora que lo pensaba, ni siquiera recordaba en dónde tenía las llaves de la habitación. «Maldita sea», pensó. El miedo la sitió otra vez. Trató de recordar, de darle una explicación a la figura que veía sentada en su extremo. Entonces recordó. Cuando su vuelo arribó a la capital argentina, ella había abierto su maleta depositando su ropa y parte de pertenecías sobre aquella mecedora. Eran esos cachivaches amontonados los que la hicieron entrar en pánico haciéndose pasar por algún sujeto malintencionado que esperaba el momento para entrar en acción. Patricia rio dentro de sí, se acomodó dentro del colchón y calló profundamente dormida ahora más aliviada.


Cuando el reloj del buró marcó las 2:39, el sujeto se puso de pie de la mecedora de madera. Era hora de terminar su cometido.  

domingo, 5 de octubre de 2014

La lotería insensata de Ciudad Quiroz

La lotería insensata de Ciudad Quiroz


Mi nombre es Toni Ciapriani. Hace 36 horas maté un hombre. Hace 36 horas que no he tenido contacto humano.



Como lo quiera ver, estaba jodido. La guerra era inminente, tanto, que el Jefe en persona me pidió que asesinara a Salvatore Corneria, ¡a mí, a su mano derecha!, pudiendo elegir a cualquiera de la Familia, yo fui escogido. Tenía que hacerlo, no me quedaba otra opción. La Guerra de las Cuatro familias convirtió a Ciudad Quiroz en un vergel de sangre; el caos se había salido de control, y aunque el Estado intentó intervenir en más de una ocasión, de nada le sirvió, pues la mafia ya había sembrado la anarquía a su paso. Era eso lo que Santana, el Jefe, intentaba evitar otra vez. La Familia no estaba en condiciones de financiar otra guerra como la de hace 10 años, y aunque así fuese, el Jefe era inteligente, sabía que iniciar una guerra de guerrillas contra los Corneria solo sería como tajar una cabeza de la Hidra. Exactamente por eso Salvatore Corneria debía morir.

La junta entre las dos familias fue pactada en el restaurante Vercetti, territorio neutral en la zona noreste de Quiroz, yo fui enviado en nombre de Santana, sin guardaespaldas que protegieran mi integridad, sin un arma de fuego por si acaso, sin nada, solo un plan de acción poco ortodoxo y desleal, y un juramento de palabra que no pretendía cumplir. Salvatore Corneria arribó al restaurante en un sedán negro, le di la bienvenida, tomó asiento, y en una rutinaria e hipócrita maniobra de negocios, dejé entrever las intenciones de mi representante. Recuerdo haber mencionado la palabra paz y tregua en la conversación, cosa que le agradó bastante, y en un abrir y cerrar de ojos, después de degustar una rica sopa de cebolla, ya le había clavado siete plomazos en el rostro y pecho con un pistola de nueve milímetros que el mesero escondió dentro de una bandeja en la mesa más próxima. Los guardaespaldas que acompañaron a Salvatore Corneria, pero que por condiciones pactadas no ingresaron al restaurante con él, corrieron despavoridos desenfundando sus armas de fuego, pero fueron abatidos por un grupo de hombres del Jefe que esperaban impávidos en el parque de enfrente del lugar. Pobres italianos, aún confían en la moral y ética criminal y en ese estúpido código de conducta siciliano. Si supieran que eso fue lo que los llevó al fracaso en la campaña de hace diez años… sea como fuere, subí al taxi que esperaba a una cuadra y media y pedí que me trajera aquí, a la Fortaleza, en donde pasaré mis días, oculto, solo, todo para garantizar mi supervivencia.

48 horas sin contacto humano. Las ventanas están selladas al igual que las puertas, solo se pueden abrir por dentro. Estoy en cautiverio, sin ningún contacto con el exterior. El Jefe sabe que el más mínimo descuido, el rastro más ínfimo que yo pudiera dejar, puede significar mi muerte. Así funcionan las cosas dentro de esta parte de la Fortaleza. No tengo contacto ni de celular ni de internet, porque así sería más fácil llamar la atención, y si en algo destacan los italianos, es en sus habilidades de rastreo e infiltración para llevar a cabo la vendetta. La verdad es que estoy asustado. En estas 48 horas solo he podido dormir unas seis, he comido poco de los víveres que tengo conmigo, que son suficientes para aguantar varios días más, pero no es eso lo que me preocupa, sino mi falta de apetito. No sé de qué temo si el Jefe ha dicho más de una ocasión que la Fortaleza es impenetrable. En la Guerra de las Cuatro Familias, la Fortaleza fue sitiada por casi diez días seguidos, y a pesar de ello, los hombres de Corneria y el Cartel de Diablo apenas pudieron entrar y avanzar por el primer nivel defensivo de la Fortaleza, hasta que fueron repelidos por los hombres de Santana. No tengo de qué preocuparme, confío en la palabra del Jefe, además, la Fortaleza, no solo es la residencia del Jefe y de sus más allegados y poderosos hombres, también sirve como resguardo de los mismos en caso de catástrofes o tiempos de guerra, mi caso, por ejemplo, además, estoy en la parte más céntrica y resguardada de la Fortaleza, sería un suicidio que algún hombre de Corneria intentara entrar y acabar con mi vida.
58 horas sin contacto humano y las voces en mi cabeza están comenzando a hablar entre ellas. No me asusta, de hecho, me ocurre muy seguido, la única diferencia es que ahora no puedo evitar prestarles más atención que de costumbre. Me preparé unas cuantas docenas de tazas de café y las metí al refrigerador, la verdad es que ni sé por qué o para qué, pero puede que me sirvan en algún momento. Santana se comunicó conmigo por un viejo servicio de fax que tengo instalado en esta celda de lujo, que a pesar de ser un invento arcaico, no deja de ser el método contemporáneo más seguro de comunicación entre la Familia, por las mismas razones. Como sea, el escrito decía que los espías de nuestro bando habían logrado recaudar información importante: los Corneria estaban al borde de una guerra interna por el poder, pero a falta de un líder a quién seguir y aconsejar, aún se debatían entre iniciar una guerra o no contra Santana. Por otra parte, mi nombre continuaba anónimo, no sabían quién había asestado el golpe que les arrebató a su cabecilla, solo sabían que era uno de los hombres más allegados del Jefe, y eso ya era mucha información. De igual manera temía por mi vida, el encubrimiento era un éxito hasta entonces, pero para unos hombres tan poderosos como lo son los Corneria, era cuestión de tiempo para que utilizaran sus métodos tan característicos para dar con mi nombre y apellido. Soy afortunado de estar del lado del Jefe.

65 horas sin contacto humano. Descansé unas tres horas, pero tengo que estar con los ojos bien abiertos por cualquier eventualidad. Escuché unos estallidos afuera de mi encierro, quizá sean los Corneria que están movilizando a sus hombres en la Fortaleza, quizás están viniendo por mí, tal vez dieron con mi paradero y en este momento se están abriendo entre plomo y azufre para llegar hasta donde yo estoy. Hace diez años… ¡No! Solo estoy llegando a mediocres conjeturas, el Jefe ya me hubiera avisado de algún movimiento, incluso hubiera pedido que me traslade a otro lugar más seguro, a fin de cuentas soy su mano de derecha, es decir, yo asesiné a Salvatore Corneria, valgo mi peso en oro. Pero esos estallidos… estoy casi seguro que son ruidos de algún arma semiautomática, de esas que utilizan esos italianos hijos de puta… el Jefe ya hubiera detenido sus intentos de avanzar hacia mí, es la Fortaleza, y nosotros somos un ejército… ¡No! por supuesto que no somos un ejército, un Ejército es aquél que le dispara a un grupo de civiles a kilómetros de distancia de la manera más cobarde, y todavía regresan a su país considerándose héroes. Nosotros no somos un Ejército, nosotros sentimos de verdad, vivimos la guerra de modo que esa bola de párvulos apenas pueden imaginar. No es algo de lo que me sienta orgulloso. Como sea, nosotros no somos un ejército. Esos ruidos se atenúan, ¿será que la batalla y habrá terminado? No lo creo, hace diez años el sitio duró exactamente diez días… ¿pero y si Santana me vendió? Estaba tan obsesionado con no desatar otra guerra, no quería ver morir a sus hombres, ¿y qué mejor manera de asegurar la paz que entregando al responsable de que esta se quiebre? El Jefe no haría algo como eso, no puedo ni siquiera concebirlo, ¿pero y si sí? Recuerdo que en el concilio de Ixtopantla, le prometió a Salvatore Corneria que nunca osaría ser partícipe en algún atentando en contra de su integridad, y solo mírenlo ahora. El fuego ha cesado, ¿qué carajos está pasando allá afuera?

74 horas sin contacto humano. ¡Mierda! Me he quedado dormido. No sé si es de día o es de noche, antes de caer cerré las ventanas para que ninguna partícula de luz pase por ellas, de esa manera los Corneria jamás sospecharían que yo estoy acá, ¡Pero, mierda! ¿Cómo pude dormir tanto y tan profundo? Se supone que debía estar atento, no bajar la guardia, para eso eran las tazas de café del refrigerador… espera… aquí nunca hubo café. Santana odia el café, no permite que sus allegados lo beban, no me dejaría café entre mis víveres. ¿Qué hora es? Mi reloj dice que es marte. Imposible. Asesiné a Corneria un lunes, ¿cuánto tiempo llevo aquí? Debería encender las luces de la habitación… ¡No! Eso es exactamente lo que ellos quieren que haga, que revele mi ubicación, para luego arrebatarme la vida. Sí, pero no les daré la satisfacción a esos malditos.

80 horas sin contacto humano. He escuchado voces que vienen del otro lado de las paredes, los Corneria sospechan que estoy aquí, pero jamás me encontrarán, no mientras me resista a salir de mi escondite. No pienso mover un solo dedo, mi respiración es tan queda que es apenas audible en el silencio de la oscuridad. Pero los escucho. Hace quince minutos más o menos podía jurar que había alguien dando saltos en el tejado, como si estuviera buscando algo, un acceso, una entrada, algo, lo que sea, cualquier cosa que dé con mi ubicación. Imbécil, jamás la encontrarán.

81 horas sin contacto humano. ¡Lo escucho, lo escucho! Ahora más que nunca, ¡sé que están ahí! Primero un golpeteo en la puerta, como alguien palpando la madera, luego las pisadas en el techo regresaron, ahora con más animosidad. Creen que me voy a resquebrar, pero no, jamás me encontrarán, este lugar no será mi ataúd, al menos no hoy, ni mañana.

82 horas sin contacto humano. Ahora hablan entre ellos. Una voz masculina se comunicaba con otro sujeto en un italiano fluido pero arcaico, no pude escuchar a su interlocutor, pero pude interpretar que estos hombres ya sabían que yo estaba aquí, solo necesitaban asegurar mi presencia antes de entrar en acción. Sus palabras se repiten una y otra vez dentro de mi cabeza: «…Il confessore è giusto. Bisogno di tempo, è tutto ciò che chiedo. Ho bisogno di essere sicuri…». Era todo lo que alcancé escuchar, pero era todo lo que necesitaba escuchar.

86 horas sin contacto humano. Intentaron derribar la puerta sin éxito. La oscuridad de la habitación me esconde, una ganzúa en mi mano puede hacer la diferencia entre ser un hombre libre y un cadáver. Debería salir, asomarme, necesito estar tranquilo. Debo dejar de teorizar estupideces y echar un vistazo, si sigo aquí, enloqueceré. Seguro estoy imaginando cosas, como lo de los cafés. Necesito quitarme ese peso de encima, debo dejar de actuar como un paranoico, yo… tengo que asomarme. Piénsalo, Cipriani, solo te estás martirizando aquí, además, nadie en su sano juicio sería capaz de entrar solo a la Fortaleza, estás a salvo. Primero necesito encender las luces… Aquí vamos, solo un pequeño vistazo antes de regresar, solo para estar seguro de que las cosas siguen igual y de que no hay nadie ahí afuera esperando volarme la caja de los sesos. Tan sencillo como quitar los seguros de la puerta y mover el pomo…

La perilla hizo un leve sonido metálico mientras activaba su mecanismo, Cipriani abrió la puerta lentamente con cautela. Tenía una sonrisa en el rostro, una mueca de satisfacción y victoria, porque en su primera ojeada en la Fortaleza no había encontrado nada de qué preocuparse. Era de noche, y las únicas luces encendidas eran las de los reflectores en las torres de vigilancia. Entonces, como si de una epifanía se tratara, lo vio. Los ojos del italiano se abrieron de par en par al encontrase con lo de Cipriani, parecían confundidos, perplejos; reculó confundido.


     Por favor, Señor, — decía Toni Cirpiani entre sollozos de miedo y desesperación. — ellos vienen por mí, yo lo vi, el italiano estaba afuera de la habitación, estoy seguro que vino a asesinarme. Por favor, Señor Santana tiene que hacer algo, no puedo seguir así.
Santana estaba sentado en la parte más próxima de la entrada de su estudio, a su derecha estaba su consigliere y de su lado izquierdo sus dos caporegimes. Cirpiani estaba de pie con la mirada baja en el centro de la habitación, temblaba como si sufriera de un caso severo de hipotermia, dos hombres de Santana lo tuvieron que trasladar hacia el edificio madre de la Fortaleza pues el susto no dejaba siquiera que Toni se moviera con facilidad. Santana estaba ensimismado escuchando la súplica de su hombre.
     Toni, hijo, el hecho de que un Corneria haya burlado la seguridad de la Fortaleza sin problema alguno es simplemente… ridículo.
     No, señor, yo sé lo que vi, él estaba ahí. Se lo ruego, por favor, no quiero morir así.
     ¿Alguno de mis hombres vio al supuesto sospechoso?
     No, lo sé, señor. Apenas y pude vislumbrarlo con exactitud.
Santana y sus hombres intercambiaron miradas.
     Por favor, señor, tiene que creerme… yo… no estoy loco, sé lo que vi, por favor.
     ¿Cómo era? — Preguntó uno de los caporegime que estaba en la habitación.
     Apenas lo logre distinguir con exactitud. Era un hombre caucásico, de alrededor metro ochenta, tenía una ropa negra nada llamativa, pienso yo que para pasar desapercibido, y tenía algo en una mano que parecía un arma. Lo único que me pregunto es por qué no me disparó cuando me tuvo a tiro; se veía asustado cuando se encontró conmigo, pero eso no quita sus intenciones. Señor, por favor — agregó mirando al Señor Santana. — debe confiar en mí, yo sé lo que le digo: Los Corneria mandaron a alguien a buscarme.
     Toni, eres uno de mis mejores soldados y nuestro negocio está en deuda con lo que hiciste por él. Si tú quieres salir de la seguridad de la Fortaleza, adelante, lo que sea por mis hombres. Después de lo que hiciste, puedes pedirme cualquier favor. Ahora dime, hijo, ¿cómo está tu madre?
     ¿A qué se refi…?
     Sí, Toni, ¿cómo está? ¿Está ella en la ciudad?
     Yo… esto… sí, ella vive cerca de Playa Limón, a unos treinta minutos de aquí.
     Sí tú dices que viste a un Corneria infiltrado, te creo. Llamaré a mis hombres para que hagan una búsqueda de reconocimiento por toda la Fortaleza, quien quiera que haya entrado no podrá salir de aquí tan fácilmente. Mientras tanto, Cipriani, haré algunas llamadas. Toma el auto más rápido del garaje de la Fortaleza y ve por tu madre a Playa Limón, luego llévala al aeropuerto y huyan en el primer vuelo que esté disponible. Una vez en tu destino, sea el que sea, ponte en contacto conmigo, yo mismo te otorgaré ayuda económica y protección en donde quiera que estés. ¡Ustedes dos — dijo dirigiéndose a los hombres que escoltaron a Cipriani — acompañen a este sujeto a su destino! Vayan ustedes únicamente en un automóvil, no podemos darnos el lujo de llamar la atención con una caravana. ¡Muévete, Cipriani, rápido!
     Gracias, Señor, — decía Toni con lágrimas de esperanza en el rostro. Le besó la mano a su jefe, dio media vuelta y apresuró el paso para llegar lo antes posible a Playa Limón.


     ¿Pero qué tenemos aquí? — Dijo Santana con alevosía y ventaja frente al italiano atado y esposado en el piso de la habitación madre. —Un infiltrado, ¿sabes qué le hacemos a los infiltrados aquí, basura europea? ¡Desátenlo!
Así lo hicieron los hombres de Santana que habían traído y torturado al intruso. El hombre caucásico tosió con brusquedad apenas fue liberado. Había sido golpeado e inmovilizado violentamente, tan así que su rostro era una mueca de sangre y dolor.
     ¿Para quién trabajas? — preguntó Santana asumiendo el rol de entrevistador.
     Para… Salvatore… Salvatore Corneria. — Contestó el italiano con un entrecortado respirar y un acento italiano muy marcado.
     ¿Qué buscabas aquí?
El italiano no contestó.
     ¿Qué buscabas aquí, pedazo de inmundicia? — Gritó colérico el jefe mientras le atestaba un puñetazo en la boca del estómago.
     Yo… buscaba información.
     ¿Qué clase de información?
     Fui enviado… fui envidado por Luca Corneria… para… encontrar un punto débil.
     ¿A qué te refieres con un punto débil?
     Fortaleza… Invasión…
Santana atestó otro golpe en el mismo lugar del primero. El espía italiano se retorció de dolor.
     Quiere invadir… Luca Corneria, el hermano menor de Salvatore Corneria está buscando invadir la Fortaleza.
     ¿Cómo hace diez años?
     Sí.
     ¿Me quieres ver la cara de imbécil?
     ¿Qué trata de decir? ¡Le estoy diciendo la verdad!
     Mira, pedazo de serote. Hace unos veinte minutos vino uno de mis hombres, su nombre es Toni Cirpiani. ¿Lo conoces, verdad? Claro que lo conoces, él fue el asesino de Slavatore Corneria, tu jefe. Sabemos que lo han estado buscando, sabemos que fuiste enviado a asesinarlo.
     Yo… ¡No!
     Mira, yo soy Santana y a mí nadie me ve la cara, ¿me oyes? Si me dices la verdad, quizá hasta podríamos considerar no hacerle tanto daño a tu cadáver, así tu familia podrá velarte con más honra.
     ¡No, por favor... estoy diciendo la verdad!
     Sí, claro. Sabemos que te mandaron a quitarle la vida, sabemos que estuviste deambulando por aquí tratando de dar con él. Y no solo eso, si él estuviera aquí podría identificarte y no cabría duda, mis hombres nunca mienten, soquete. Caballeros, llévense a esa basura blanca, con Cipriani lejos, este sujeto no tiene nada que hacer ni aquí ni en esta vida.
Terminado el discurso Santana se dirigió hacia la puerta de salida, dejando que sus hombres acaben con el interrogatorio (aunque él sabía que ya no había más información que sacarle al europeo).
     ¡No, por favor, estoy diciendo la verdad!
Pero antes de jalar la perilla, una pregunta atormentó al jefe de la mafia.
     Hay algo que no me queda claro del todo, ¿sabes? — dijo dirigiéndose al italiano. Los hombres de Santana se miraron entre ellos confundidos. — ¿por qué no asesinaste a Toni Cipriani cuando pudiste? Es decir, lo tuviste enfrente de ti, bastaba jalar el gatillo de tu arma para saldar la vendetta. Vengabas a tu jefe caído y además evitabas una guerra, ¿por qué fallaste en tu cometido?
     No… no podía matarlo. Usted no entiende, no fui enviado para matarlo. Incluso… me sorprendí cuando vi a Toni Cipriani por primera vez, eso no estaba entre nuestros planes.
     ¿A qué te refieres?
     Sí... no se suponía que él estuviera aquí en la Fortaleza. —parloteaba el italiano con súplica en la voz — Después de la muerte de Salvatore, Cipriani se convirtió en el hombre más buscado por los Corneria. No hay miembro de la Familia que no conozca su rostro. Una veintena de hombres lo está esperando en el peaje de Playa Limón, sabemos que ahí es donde vive su madre, pero haberlo encontrado aquí hace que nuestra emboscada…

     Dios me libre. — Interrumpió Santana perplejo por el error que acababa de cometer.

sábado, 23 de agosto de 2014

Relato basado en hechos ligeramente reales.

El sueño me arrastraba, me besaba, y jugaba con lo poco que quedaba de mí en el zaguán de la conciencia. Yo era el rey blanco dentro de una violencia peónica negra: era cuestión de tiempo para que yo sucumba. No quería luchar, simplemente me dejaba arrastrar y arrullar por el lento tic tac de la noche. Estaba más solo que ayer pero menos que mañana, eso lo sabía perfectamente. La soledad puede llegar a ser una horrible compañera de recreo, ¡pero qué dulce, dulce era! No sé cómo ni cuándo, pero caí ante el sueño, el noctámbulo errante; mi teléfono móvil a un lado mío y un viejo control de T.V. en la esquina superior del camastro carmesí velaban por mí.



7:26 A.M., buena hora para desayunar. Vacilé desperezándome en aquél ritual matutino por el que todos pasamos al terminar la vigía. Pasé mi mano por la pantalla táctil de mi móvil solo para encontrar una foto mía como fondo de pantalla, ahí tendido, en un camastro carmesí, con mi pijama y un viejo control de T.V. en la esquina superior del camastro que aparentemente no había sido mi único acompañante aquella noche. 

sábado, 2 de agosto de 2014

Candy Petrosky

-         




– Buenas tardes. – Saludé cuando Eduardo me abrió la puerta del departamento.
-         Qué onda, Hugo, ven, pasa, pasa, creí que habíamos quedado a las tres de la tarde. No me había fijado qué hora es.
-         Qué va, fue cosa mía eso de llegar 15 minutos antes.
-         Así parece. Ven, ¿quieres algo para beber mientras esperas a Candy?
-         Agua está bien.
-         Ahora te lo traigo.
El departamento de Eduardo era pequeño pero acogedor. Digo el departamento de Eduardo  y no el de Candy y Eduardo, porque por el poco tiempo que conocía a ella, no era ningún secreto que Eduardo hacía todo por Candy. Y no, no se trata de un romanticismo implícito que abarcaba al desdichado hombre. Para él, ella era se había convertido en un cáncer que poco a poco carcomía su vida, no solo por las últimas atrocidades que le había traído sus vicios, si no por los infortunios ocasionadas por los mismos. Nunca me lo dijo, pero algo que cualquiera con un poco de perspectiva del asunto podría argüir.
-          Aquí tienes. – Dijo mientras me daba un vaso con agua fría.
-          Gracias, eres muy amable.
-          Apropósito, ya te dije que puedes omitir todas las formalidades conmigo. No soy un mister ni nada de eso.
-         Ya sé que te desagradan, pero son gajes del oficio. Estoy acostumbrado a tratar así a las personas sobre las que escribo.
-         Entonces guarda la cortesía para Candy, yo solo soy el casero. – bromeó.
-          ¿Dónde está?
-          Se está arreglando, ella… está un poco mal por lo de anoche. Creo que Claudio… va a dejar la banda después de eso.
Y no lo dudaba. La noche anterior le tocaba cerrar en la Guitarra Vieja, su banda se había preparado por una semana para aquella presentación, tenían un número especial en su repertorio, que si me lo preguntan, ha sido el concierto más fascinante y cautivador que le he escuchado nunca a Candy si no hubiera sido por un solo detalle. Mientras entonaba Ángel para un final del trovador Silvio Rodriguez, Candy estaba haciendo un número en la batería y la voz, algo que nunca le había visto. El público estaba impresionado, y yo, en todo el año que llevaba escribiendo para la revista de música Escucha estaba de pie, con la boca abierta. Cuando sus extremidades y sus cuerdas vocales se fundieron en un remate improvisado junto a un falsete en fa sostenido menor en el segundo estribillo, puente al último coro, alcanzó una perfección desmesurada que hubiera hecho que el poeta cubano se sienta orgulloso de la ejecución de su propia obra de arte. Magnánimo. Dios se había materializado y yo lo estaba escuchando. Entonces, tras la cumbre del momento y la apoteosis de la musicalidad, todo sucumbió. Cuando el compás estaba a punto de reiniciar su plica, Candy se detuvo en seco. La banda que la seguía continuó pero se detuvo después de unos segundos al ver a su vocalista/batería mirando perpleja hacia ningún lugar. Todas las miradas del recinto se vertieron sobre Candy en un silencio que si bien no decía nada, decía mucho. Ella se paró sin ningún problema, reculó y después de un incómodo momento entre murmuros, huyó. Pero era una huida, no de salvación, no de humillación, sino una escapada de alguien que simplemente deja lo que estaba haciendo por haber encontrado algo más interesante. Eduardo se levantó de la mesa en donde estábamos bebiendo mientras veíamos el número de su amante y fue tras ella. Pasaron unos diez minutos antes de que ella volviese y ejecutara la siguiente canción del repertorio como si nada hubiera pasado. La noche transcurrió y la presentación pasó de ser una memorable ejecución de musicalidad a un concierto más de bar.
-          Se rehusó a quedarse a beber como es de costumbre. – Dijo Eduardo. – Cuando se bajó del escenario me dijo que se sentía fascinante. Le pregunté por aquél disparate en la batería, y ella solo me miró y me preguntó que de qué le estaba hablando. Entonces Chucho me llamó, y cuando me di cuenta, ella se había perdido. La busqué por todo el bar, estaba asustado, sabes cómo es ella cuando se pone… rara. El portero me dijo que tomó un taxi hacia quién sabe dónde. La encontré aquí en la casa por ahí de las cinco de la mañana. Estaba ebria, drogada, era un caos. No sé quién le habrá vendido el pasmo, la verdad es que no lo sé, llevaba casi dos meses sin meterse esa cosa, y pareciera que fue ayer que desquitó esas ocho semanas. Pero, Hugo, me asusta. Pareciera que habló con Claudio antes o después de su pasón, el punto es que está enojado, quiere abandonarnos. Necesitaremos un tecladista urgentemente.
-          ¿Ella ya está mejor?
-          Creo que sí. ¿Por qué no la vas a ver al cuarto? Solo no le recuerdes lo de ayer, no quiero que se ponga peor, estoy seguro que se alegrará de verte.
-         Lo tengo bajo control. – Dije, caminé a la habitación que ella y Eduardo compartían. Al abrir la puerta, la vi acostada en la cama, tenía los pechos desnudos, el cabello revuelto y enredado, un río de rímel ya seco se dibujaba en sus ojos. A pesar de eso era una mujer bellísima.
-          Hola, Hugo, - Me saludó con una voz ronca y cansada. – espero no te moleste en verme de esta manera.
-          Para nada.
Y era verdad, era la viva imagen de una mujer destruida, pero trataba de ser objetivo. Su desnudez no me incomodaba, y ni siquiera despertaba en mí el más mínimo libido. Quería escucharla, debía escucharla.
-          ¿Qué te pareció la presentación de ayer?
-         Bastante bien, la verdad…
-          Fue una mierda, - interrumpió con una sonrisa en el rostro.  – la peor puta presentación que he hecho en mi carrera, ¿qué digo en mi carrera? ¡En mi vida!
-          No seas tan dura contigo.
-          ¿Sabes por qué me detuve en seco, Hugo? ¿Quieres saber por qué arruiné la canción de Silvio Rodriguez?
-          A ver.
-          Fue adrede.
-          No lo dudo.
-          ¿Por qué escribes, Hugo?
-          ¿A qué te refieres?
-          ¿Por qué escribes?
-          Así me gano la vida.
-          Sí, eso ya lo sé. ¿Qué te incitó a dedicarte al periodismo?
-          La literatura, de alguna manera.
-          ¿Y por qué te gusta la literatura?
Esa pregunta tenía respuesta, pero era algo más profundo, más metafísico, pero no quería comentarlo ahí, en ese momento, con una mujer con un cuadro de veisalgia, desnuda, desdeñada por ella misma.
-          ¿A dónde quieres llegar?
-          Hugo, amo la música, la amo sobre todas las cosas que existen, pero a veces hago música sin saber demasiado por qué lo hago. Quisiera comprenderla, pero la comprensión va más allá de la teoría músical, como un lenguaje espiritual y corpóreo, Hugo. Es un idioma, que por más que avancemos en el campo de la melodía, quizá jamás podamos entender. ¿Me entiendes, Hugo? Piénsalo, la música es como la literatura, haciendo apología de las artes, por supuesto. Podrás conocer todas las palabras del diccionario, todas las figuras retóricas y recursos literarios, pero con la yuxtaposición de lo que se supone que sabes antes de lo que haces, la cosa cambia. ¿Me entiendes, Hugo?
-          Creo que sí.
-          Imagina que Gillespie, Basie o Sinatra se hubiesen quedado con lo que sabían que saben, imagina solo por un momento que Louis Amstrong nunca hubiera amanecido con la dualidad de la inspiración, con la dualidad de crear. Porque el parteaguas de todo músico es eso, la creación. Eso hace la diferencia entre un gran saxofonista o tecladista y una leyenda. ¿Me entiendes, Hugo? Pero menciono que es una dualidad porque eso es, es decir, un rasgueo puede ser tu salvación, una entonación puede ser tu Jesucristo… qué bonita antonomasia. Pero es dual porque también puede ser tu perdición, eso lo sabemos todos los músicos, todos los creadores. Al ejecutar, componer, innovar, somos como un cirujano en una operación a corazón abierto. ¿Entiendes lo que digo, Hugo?
-          Por supuesto que sí.
-          Una persona puede hacer una melodía sin repetir dos veces la misma ejecución, eso lo sabemos perfectamente en el jazz, ¿tú lo sabes, verdad, Hugo?
-          Por supuesto, es uno de los principios del jazz, no de manera directa, pero es implícito, y cualquiera lo sabe.
-          Exacto, Hugo. Para hacerlo se necesitan horas de aprendizaje, horas practicando, horas dedicando tu vida a tu instrumento, pero para mí, la grandeza va más allá de lo que podemos ver.
-          ¿A qué te refieres?
-          La grandeza también está en esos que, con tres quintas, puede crear tres canciones distintas en melodía, armonía y composición, sin dejar de perder la sencillez de lo que ejecutan, porque a veces, lo sencillo es lo más difícil de hacer.
-          Totalmente de acuerdo.
-          Puse el ejemplo de quintas, pero quizá no fue el apropiado. Es decir, tú eres un letrado, Hugo, tú sabes más que yo de eso. A veces, un cuento de cuatro páginas es mil veces mejor que una novela de tres tomos.
-          Ya estamos ondeando en géneros.
-          Los géneros solo tullen el arte.
-          Los géneros son baluartes del orden natural de las mismas.
-          Quizá tengas razón y no te la quiero debatir. Bueno, te decía. Mientras ejecutaba, me di cuenta, supe lo que debía hacer. Pero necesitaba de… eso, para concluir.
-          Te refieres al pasmo, ¿verdad?
-          El pasmo me tranquiliza a veces.
-          ¿Quién te lo vendió?
-          Le pedí a Claudio que me lo consiga antes del concierto.
-          Hum…
-          ¿No le dirás a Eduardo, verdad?
-          No.
Entonces ella se acercó a mí. Se puso de rodillas en la cama para que nuestros rostros estén a la altura, la sábana que cubría su cuerpo desnudo cayó dejando su sexo al descubierto. Tragué saliva. Sonrió.
-          Me encanta ver eso en los hombres, Hugo, - Yo estaba inmóvil. Su aliento era una mezcla entre alcohol, y un amargo olor que deduje era por el pasmo. – ese vestigio evolutivo materializado cuando te desnudas frente a ellos y su mirada va en picada hacia tu entrepierna. Podrás ser un intelectual y todo lo que quieras, Hugo, pero ni todas las obras de todos los autores, te salvan de lo que eres: un animal, como cada uno de nosotros.  
Retrocedí como un boxeador que busca refugio en la distancia cuando su rival lo acaba de lacerar. Ella se recostó nuevamente, se cubrió la desnudez con una sábana, y como una niña a punto de darle las buenas noches a su padre, me dijo.
-          Creo que la entrevista ha terminado por hoy.
Salí de la habitación y me dirigí con Eduardo que estaba sentado en la sala mirando su celular.
-         ¿Qué tal la entrevista, pudiste sacarle algo?
-          Ni un poco.
-          Qué mala onda. Mira, en la noche iremos a grabar algo en el estudio, ¿por qué no te pasas? Ahí estaremos con los chicos.
-          No dudes que ahí estaré. Paso a retirarme. Eduardo, vigílala, ella no está para nada bien.

Llegué al Channel Records a las 6:05 del mismo día.
-          No sé dónde puede estar.  – Se justificaba Eduardo al teléfono. – Sí, me dijo que me vería aquí hace una hora, debimos comenzar a grabar ya. Ya perdimos una hora de grabación.
-          No ha llegado – me dijo Chucho después de saludarme y tomar asiento en la sala de estar del estudio. Era el bajista de la banda de Candy. Alguna vez colaboramos juntos, cuando mi estancada carrera de músico florecía.
-          ¿Qué pasó con Claudio?
-          Nos dejó, - dijo mientras fumaba un cigarrillo – seguramente se peleó con Candy o algo, pero fue una decisión de la noche a la mañana, si no lo conociera te diría que pareciera que se quería deslindar de algo, pero suena muy conspiromaniaco. Pero descuida, ya tenemos a otro, una joven promesa, solo lamento que su primer ensayo con nosotros se haya ido a la mierda por la desidia de esa mujer.
-          Estoy que me cago en todo. – decía Eduardo mientras venía a paso apresurado. Sudaba en exceso a pesar del aire acondicionado. – No sé dónde puede estar Candy, no contesta las llamadas.
-          ¿Por qué diablos la dejaste sola?
-          Porque no nos había hecho desde que… bueno, dejo el pasmo.
-          Mierda, me enteré de su recaída. – dijo Chucho. – ¿qué queda si no esperar? Aunque la verdad hoy no tenía muchas ganas de componer que digamos. Por cierto, Hugo, ¿cómo va esa entrevista a Candy?
-          Iba bastante bien, que digamos, me faltaba corregir el borrador principal y agregar unas cuantas cosas referentes a su música en vivo, que realmente ese es el objetivo de la columna, pero con esto que está pasando estoy un poco preocupado. No tanto como quisiera, porque me quedan 15 días para procrastinar, pero preferiría tener la nota lista.
-          Tu columna en esa revista es muy buena, la verdad.
-          Gracias.
-          No, en serio. Ya era hora que alguien se preocupe por los músicos locales. Ser músico es difícil en una ciudad pequeña como Quiroz. Si quieres triunfar de verdad, tendrías que emigrar a Monterrey, Guadalajara, Ciudad de México. Es mucho tedio. Afortunadamente, tanto yo como Candy y los chicos hemos sido bendecidos de que alguien que se interesó por nosotros, aunque no haya sido una disquera multinacional. Me alegra que una revista muy importante se preocupe por la escena local. Sé que al menos, alguien se interesa por lo que hacemos, aunque en teoría no le interesamos los chicos o yo, sino Candy, porque ella es la estrella solista, o una huevada así nos vendieron cuando nos contrataron, pero somos parte de, al fin y al cabo. La música que ella toca con nosotros es única, a decir verdad, nunca había tenido la oportunidad de tocar junto con alguien así. Es un genio en todos los sentidos de la palabra, lástima que su talento está condenado a ser desperdiciado, tanto por la vida que lleva, como por la falta de oportunidades. Lamentable.
Lo que decía Chucho era algo que ya sabía. Nunca en mi vida había deseado no tener la razón. Candy Petrosky era un genio. Ese ni siquiera era su nombre de nacimiento. Nadie, ni siquiera Eduardo, sabía cuál era su nombre de bautizo. Se lo había cambiado en sus años adolescentes, lo único que se conocía era que se lo modificó con tal de sepultar un pasado, teorizo que familiar, que le atormentaba. También arguyo que Candy es en realidad una anglicismo de su nombre real, y aunque es probable que yo tenga razón, no entiendo por qué alguien quisiera extranjerizar su nombre, mucho menos ella, que, el tiempo que llevo indagando en su vida y obra, me ha demostrado tener una repulsión hacia esa clases de cosas, así que, en caso de que mi hipótesis fuese real, el motivo de su cambio en el apelativo debió ser algo de gran trascendencia. Ese era uno de los muchos misterios que rodeaban a Candy Petrosky.
-          ¡Ya está aquí! – dijo Eduardo con un suspiro de alivio y formando una Y con los brazos.
-          Hola, chicos. – Saludó entrando al estudio después de su amante. Guitarra en hombro no era la misma mujer que había visto sin indumentaria hace unas horas. Con unos pantalones vaqueros, una coleta en el cabello que traducía que se había arreglado con apatía, y esos lentes de aumento que resaltaban su mirada café.
-          ¿Dónde diablos estabas? – Dijo Chucho poniéndose de pie y saludándola con un beso en la mejilla.
-          ¿De verdad importa?
-          Tienes razón.
-          Hugo, qué bueno que viniste, espero poder contribuir a tu escrito apenas terminemos de grabar.
-          Qué va, estoy aquí porque quisiera escucharlos.
Ignoró mi comentario y se dispuso a entrar a la sala de los instrumentos, donde la banda, ya hastiada de esperar, se contentó con verla entrar a escena. Se dispuso en un taburete, con una guitarra electroacústica en mano. Todos estaban en sus respectivas posiciones e instrumentos. Yo y Eduardo nos colocamos en la cabina, y entre nosotros, el ingeniero de sonido. Siempre que Candy está en la sala de grabación, se suele grabar absolutamente todo hasta que sale de la habitación, yo nunca había entendido por qué hasta ese día. Sin previo aviso, Candy comenzó a improvisar un arpegio a 70 bits por minuto, tras una repetitiva de 16 compases comenzó a cantar. Cantó como nunca en mis años en la música había escuchado a cantar a nadie. No era la voz ronca, gutural y rota que me había hablado hace unas horas, por supuesto que no, esta era la voz de Candy Petrosky. Tenía unos altibajos que, como crítico, le quitaban la seriedad a la melodía, pero como humano, como simple espectador, y dejando a un lado la teoría musical que me había tragado por efectos prácticos, eran preciosos. La banda comenzó a improvisar siguiéndola. Un rasgueo de la guitarra secundaria acompañaba el arpegio que inició, y el baterista, adornando con ride y arillo, hacía que la suavidad de las cuerdas se aprecie sobre la percusión. Me costaba creer que lo que estaba escuchando era una simple improvisación, una maqueta. Dicen que cuando un grupo de músicos está improvisando, sus corazones se temporizan en una simultaneidad poética. En esa sala, Candy no era la mujer con problemas de drogas, con un  nombre espurio sacado de quién sabe dónde, no era la mujer que había pecado ayer justificándose una revelación, no, por supuesto que no. En ese momento Candy era mi pasaporte al Cielo. El estribillo repetía como fracasar se convierte en un hábito en la vida de las víctimas y cómo, hasta la guirnalda de un festejo, se transforma en tu Árbol de la noche triste; por supuesto, todo adornado de una manera tan lírica, retórica, poética… esa poesía que solo Candy podía crear, esa poesía que es transformada por su voz, esa poesía que alcanza el cosmos, lo sideral, lo infinito. Árbol de la noche triste. Habíamos encontrado el nombre del siguiente álbum. Entonces, ejecutando una nota al aire, la banda dejó a Candy terminar por sí sola. Recitó un cuarteto de la misma manera, y antes de tocar la última nota, antes de declamar las últimas palabras de aquella obra de arte, soltó un grito desgarrador y se tiró al piso, dejando caer la guitarra con violencia, ella tumbándose sobre los cables y pedales de efectos. Se puso de pie y comenzó a gritar, arremetiendo contra el cristal que nos separaba de la sala de ensayo. Pedía que borremos la grabación, que había sido la peor ejecución de su vida, nadie debía escuchar aquella bosta que había compuesto. Amenazaba con golpear el cristal, con cargar contra todo lo que estaba a su alcance, lloraba, como alguien que acababa de sufrir un trauma horrendo e indescriptible. Chucho trató de tomarla de los hombros, pero se arrebató con fiereza y pegó otro grito más agudo y desgarrador que el primero. No podíamos borrar esa grabación, podíamos hacer algún arreglo, algún efecto, y se vendería como pan caliente. Candy necesitaba esa grabación. Dijo que jamás volvería a tocarla, que nunca debió componerla. Candy estaba perdiendo la cabeza. Eduardo me comentó una vez que cuando Candy estaba en el apogeo de su adicción por el pasmo esa clase de ataques que estaba presenciando eran pan de cada día. Ella se hacía daño, una vez golpeó un cristal con su puño desnudo en uno de sus enfermizas invasiones de ansiedad: seis puntadas. Tanto era así, que estuvo a punto de terminar con su carrera, pero ella lo había dejado, Eduardo me juró que era una mujer diferente. Pero por lo que veía, y si es verdad que la historia le suele copiar a la historia, a Candy no le quedaba mucho tiempo. Al final de todo, el ingeniero le mostró algo, cualquier cosa, con tal de no perder la grabación de ese día, Candy lo aceptó pero se negó a seguir tocando. Salió del estudio, pagó un taxi y se fue a quién sabe dónde.


El Árbol de la noche triste fue en éxito en internet. Era tal y como lo recordaba en el estudio, con algunos arreglos del teclado que fueron vueltos a grabar, y el grito del final, si no hubiera estado presente durante el suceso, hubiera pasado como un final, algo rimbombante, por terminar una canción que de por sí hablaba de un tema sombrío. Candy había recaído unas tres veces esa semana. Huía de la casa de Eduardo, y regresaba con suficiente pasmo en la sangre para asesinar a un caballo. No se presentó en una de las presentaciones pactadas, e intentó suicidarse en su bañera si no hubiera sido porque Eduardo la detuvo. Todo se estaba saliendo de control. Esa vez, le tocó en la Casa Azul, yo estaba con Eduardo en una mesa mientras Candy tocaba una versión bossa nova de Light my fire, que si bien no era su estilo, la ejecutaba como si toda la vida hubiera practicado el fino arte del género brasileño.
-          No sé qué pasará conmigo, - me decía Eduardo mientras paladeábamos un whisky – es decir, hombre, no puedo seguir. Candy me está volviendo loco, llevo dos días durmiendo dos horas, quizá menos, ya no puedo. Quiero regresar a Montevideo, ahí tengo una casa, podría dejarle esta a Candy… pero tengo miedo.
-          Creí que la amabas.
-          No lo sé, Hugo, lo mío con Candy no es algo formal, nunca lo ha sido. No creo que creas que la utilizo, por supuesto que no, es solo que… hombre, ya no puedo con ella. Hemos hablado, Hugo, ¿sabes?, está pasando por una especie de depresión. Su vida es una película cíclica, prosaica, o al menos así lo define ella. Está harta, está cansada de ser parte de todo, de ser parte de nosotros, es verdad, la música es una especie de painkiller, pero su mente está agotada. Mis días que eran de oro y zafiro ahora son un tesoro yendo al sumidero. No le encuentra sentido a su existencia, no le encuentra sentido a nada. Ella es única, si la escucharas hablar como me ha hablado, entenderías a lo que me refiero. No es la persona más elocuente, pero cuando hace música… pareciera que ese es su lenguaje materno. Manda a la mierda los idiomas románticos, el pentagrama es su cama y un estribillo su hogar. Sé que suena absurdo, pero no es como lo veas, Hugo. Me habla en clave de sol, yo… tengo miedo de perderla, que toda su genialidad se desvanezca por mi estúpida debilidad no poder sacarla de su adicción. Ella se merece el mundo, y el mundo necesita a alguien como Candy.
-          No te preocupes, amigo, has sido bueno con ella, pero a veces… las cosas pasan por algo, y esa adicción se le ha ido de las manos.
No sabía que decirle, él tenía razón. Cualquier estúpida frase hubiera sido superflua en ese momento.
-          Hugo, ¿puedes hacerme un favor?
-          Dime.
-          ¿Puedes llevarla a la casa? Quiero descansar, no quiero preocuparme por ella hasta mañana. Sé que eres una buena persona y que estará bien contigo.
-          Por supuesto.
-          Gracias, te debo una. De verdad.
Se puso de pie, intercambiamos una despedida y un abrazo, y salió del bar. Candy con su guitarra cerraba la noche con Juego que me regalo un seis de enero, excelente decisión de quien haya escogido el itinerario.
-          Hugo, ¿dónde está Eduardo? – me dijo cuando el número había acabado.
-          Se fue a tu casa a dormir, está muy agotado.
-          Yo… no he sido buena con él.
-          No te preocupes, no es culpa tuya.
Dije, aunque claro que era culpa de ella.
-          Hugo, no quiero estar acá, caminemos a otro bar o a un café, aún es temprano.
Revisé mi reloj, eran la una de la mañana. Caminamos hasta un café con terraza que estaba a unas dos cuadras de la Casa Azul, nos pusimos cómodos. Bebimos hasta las tres, justo cuando el café estaba por cerrar. La noche era fría, y caminamos por la calle Vasconcelos hasta el monumento a la Revolución y nos sentamos a solas, yo y ella, Candy y yo.
-          Hugo, mi enfermedad y yo… creo que hemos arruinado la crónica de tu revista.
Obviamente se refería a su adicción.
-          No te preocupes, ya casi la termino.
-          Es mi culpa, todo es mi culpa. Sé que Eduardo me quiere dejar, sé que tengo hartos a los chicos de la banda, sé que no terminarás la nota a tiempo. Lo lamento, todo esto es culpa mía, si tan solo tuviera un poco de fuerza de voluntad, si tan solo…
-          No te culpes, Candy, solo es que…
-          ¡Tú y tu estúpida manera de sintetizar lo que siento! No se trata de eso, ¡soy más que una columna mensual en una revista, soy más que esa músico que todos piensan que soy! Soy Candy Petrosky, y también me lastimo.
-          Yo… Candy… Lo lamento.
-          Hugo… la música, va más allá de mí, ¿sabes? A veces, una se abstrae. Eduardo lo llama así, pero no es eso, no sé cómo llamarlo, es difícil. Tú eres el hombre de letras aquí.
-          No estoy muy seguro de qué quieres decir.
-          Sí, o sea, cuando toco, cuando creo, cuando hago música, es como estar en una escalera eléctrica, en donde la altura es el tiempo. Estás en la escalera conversando con una persona, y cuando te das cuenta, ya estás en el piso dos. Eso es abstracción según Eduardo, pero va más allá, es algo metafísico. Literalmente  viajo. Por eso me encanta el pasmo, Hugo, porque esa abstracción (llamémosle así, qué va) es lo más parecido que puedo encontrar entre todas las cosas que el mundo nos ofrece. Hacer música es como tener un plato de ensalada en el refrigerador, cuando toco me olvido de los problemas, de la religión, las guerras, me olvido de la deuda que tengo con vivir. No significa que los problemas, las guerras y las deudas dejen de existir, pero regreso al ejemplo de la ensalada. La ensalada solo existe cuando lo estoy comiendo, yo sé que la ensalada está en el refrigerador, pero fuera de eso, no vas a venir a decirme que la ensalada existe en ese momento. ¿Entiendes lo que digo?
-         Sí, por supuesto.
-          Hacer música es algo mágico, apreciarla, es otra magia. Y la música es como la vida en muchos aspectos. Es decir, mira nada más. Puedes ser un músico excepcional, pero muy difícilmente sobresaldrás por ti solo. Será muy complicado que brilles sin demás músicos. Pero no quiero llegar a algo como el comunismo. Ideologías y música es absurdo de mezclar. Eres músico, déjale la filosofía a los filósofos, la crítica a los críticos, la política a los politólogos, tú has música. ¿Pero qué te decía antes de eso? Ah, puedes ser un músico excepcional, pero si en tu banda estás rodeado de gente mediocre, jamás podrán crear algo. En cambio, cuando todos tienen las mismas capacidades, entendimiento, cuando han trabajado arduamente juntos, cuando se encuentra el balance perfecto, ahí es diferente. Solo ve a Dire Strait, o The Police, o a La Banda, (perdón si quiera por incluirnos en la tercia). Aplica tanto en la vida, como en la música: rodéate de sabios y algo se te quedará. Qué va, Hugo, solo estoy divagando. Olvide a dónde quería llegar con todo esta habladuría. Disculpáme.
-          No te preocupes, disfruto escuchándote hablar.
-          Llévame a casa.
-          A sido lo más sensato que has dicho en toda la noche, señorita.




-          ¿Hugo? – Me llamó Eduardo desesperado.
-          ¿Sí, qué ocurre?
-          Es Candy, colega, ella… está mal. Quiere verte, estamos en el hospital.
Entre las mantas blancas, Candy parecía un dibujo animado. Tenía los ojos caídos, los labios resecos y estaba pálida.
-          Hugo, te extrañé estas tres semanas.
-          Y yo a ti. ¿Qué te ha pasado?
-          ¿De verdad importa? Estoy aquí y eso es lo importante.
-          Cierto.
-          Eduardo me dijo que me querías ver.
-          ¿Publicaste la nota sobre mí?
-          No pude completarla a tiempo, preferí publicar cualquier cosa antes que la columna incompleta sobre ti.
-          Lo lamento tanto, Hugo, pero es que el pasmo…
-          Ya no hablemos de eso.
-          Tienes razón. Hugo, si salgo de esta, quiero que escribas lo que te he dicho todo este tiempo. Es poco, y sé que lo tacharás de filosofía barata, mediocre, basura, pero si puedes ayudarme de esa manera, me gustaría que lo hicieras. Por mí, por Eduardo.
-          Lo pensaré.
La verdad es que lo iba a pensar, hubiera sido tedioso escribir sobre Candy Petrosky, y lo último que quiero en mi vida es tedio.
-          Me gusta tu honestidad, ¿sabes? Soy una mujer bella, nunca he sabido lo que es vivir sola, pero sola de verdad. Estoy acostumbrada a que la gente me haga promesas, estoy acostumbrada a que me digan lo que quiero escuchar. Soy una mujer bella como muchas, y ese es mi principal talento. Tengo a docenas de hombres detrás de mí, pero tú… nunca me has tratado como a una muñeca.
-          Porque sé que el corazón de las muñecas cumple con la receta de no latir nunca jamás.
-          ¿Qué tratas de decir?
-          No, nada.
-          Hugo, siempre detesté a esa gente que alardea de sus virtudes, que se creen sabios. Todos esos hombres y mujeres con estudios universitarios, con cédula profesional, que se sienten superior por lo que hacen, que creen que eso les da el derecho de pisotear a uno. ¿Sabes, Hugo? Te diría que me dan lástima, pero la verdad es que me causan gracia. De verdad, se creen sabios, y no es porque de verdad lo sean, sino porque se han aprendido cientos de fórmulas, de nombres, se han comido cientos de libros. Se creen sabios porque piensan que lo que hacen es la cúspide de la dificultad, y nosotros hacemos que ellos crean eso, pero al final, esa es la misma razón por la que gente le aplaude a un músico mediocre, porque creen que lo que hace es un harta de la complejidad. Estoy segura que entre todo el rollo pretensioso, son buenas personas. Es eso lo que te priva de la dicha, y que solo la humildad te puede conceder, ¿quieres respeto? Se humilde.
Ahí estaba Candy, haciendo una síntesis en el momento menos oportuno. Ella tenía razón en lo que decía. Jamás la vi alardeando sobre su talento nato, jamás hizo un comentario enalteciéndose, tenía frente a mí a la mejor músico de toda una generación, y lo peor de todo, es que quizá moriría sin saberlo. Eso es lo que hace diferente a Candy entre todos los genios, entre Shakespeare, Kafka, Piazolla, Cortázar, Rivera o el Che Guevara, que ella es una genio, pero nadie sabe que lo es, mucho menos ella. Que ni siquiera se le pasaron por algún momento que yo escribiría esto. Una genio, que siendo una genio no dejó legado, que se fue sin hijo, ni árbol, ni libro. Una genio por la que tal vez nadie llorará su muerte. Una genio cuyo nombre nunca aparecerá en ningún libro, que nunca será mencionada en una plática de universitarios, cuya foto nunca estará en el New York Times, en el Cosmopolita, o en cualquier revista de prensa rosa. Una genio que estuvo condenada desde que su cerebro materializó a primera chispa de grandeza. Una genio que siendo una genio… nunca fue una genio, porque al fin y al cabo, es la sociedad la que escoge quién es una mente brillante y quién un común denominador. Una genio llamada Candy Petrosky.
-          Cuando muera, Hugo, porque vamos, sé perfectamente que moriré, publica solo lo que te mencionaré. Todo eso que pasó, todo eso que nunca debió pasar y decirse, omítelo, hay cosas que la gente nunca debe saber, o argüir por ellos mismos, solo seré la primicia de un trasfondo que va más allá de lo que pudo ser. Sé que moriré Hugo, sé perfectamente que moriré. Gracias por escucharme, gracias por lo que harás, si es que lo haces. Omite eso que pasamos, pero escribe lo que pasamos, tú entenderás. Antes de que te vayas, llama a Eduardo, dile que lo quiero ver. Y Hugo… Te quiero.


Candy Petrosky murió el 30 de julio de 2014 a la 1:39.