lunes, 20 de octubre de 2014

La epifanía del gato y el ratón

Patricia se despertó por novena vez en lo que llevaba de la jornada nocturna. El jet lag tenía tullida sus energías, pero ni siquiera eso parecía una excusa para Morfeo.  Sudaba a pesar del frío de Buenos Aires. Se sentía observada, se sentía vigilada; era ridículo pensar en eso si quiera, es decir, era su segunda noche en aquella gran ciudad como para dejarse llevar por la paranoia.

Había rentado una pequeña habitación para estudiante. Era barata pero acogedora. O al menos eso pensó cuando la noche pidió posada y las tinieblas convirtieron del cuarto en una prisión de oscuridad.



Tenía la sensación de que había alguien con ella en aquél salón de 90 dólares la mensualidad; y no era cosa de hace un par de minutos, cuando salió a comprar provisiones para su larga estancia en Argentina, Patricia había experimentado una epifanía del gato y el ratón en donde, por supuesto, ella era el roedor. Lo curioso era, que a lo largo de la jornada, esa misma sospecha no desapareció, sino que la acompañó durante toda la tarde. Pero ahora a las 2:14 de la mañana, esa sensación de miedo y persecución no solo no cesó, se intensificó. El temor la hacía ver cosas en la oscuridad, y ahí, tendida en la cama, tapada con los cobertores hasta la barbilla, juró que había alguien sentado en la vieja y desgastada mecedora de madera que se encontraba en el extremo derecho a ella. Sus ojos trataron de interpretar lo que veían pero la falta de luz los hizo abdicar. Podía alcanzar a distinguir la figura antropomorfa ocupando la silla, ahí, impávido, esperando y observando a su presa; no se movía ni hacía ruido alguno, tan solo se limitaba a observar. Esa conclusión, que duró apenas una fracción de segundo hizo estremecer el cuerpo somnoliento de Patricia. Trató de tranquilizarse y de entrar en razón. La parte de su cabeza en donde habita la sapiencia formuló una idea que la calmaría: «cerraste la puerta con llave cuando llegaste esta noche, nadie pudo haber entrado, y de ser así, el cuarto es pequeño, hubieras escuchado el intento de forzar la cerradura.» Trató de buscar lucidez en los recuerdos pero apenas y la halló. No recordaba haber puesto seguro al pestillo cuando llegó de las compras, es más, ahora que lo pensaba, ni siquiera recordaba en dónde tenía las llaves de la habitación. «Maldita sea», pensó. El miedo la sitió otra vez. Trató de recordar, de darle una explicación a la figura que veía sentada en su extremo. Entonces recordó. Cuando su vuelo arribó a la capital argentina, ella había abierto su maleta depositando su ropa y parte de pertenecías sobre aquella mecedora. Eran esos cachivaches amontonados los que la hicieron entrar en pánico haciéndose pasar por algún sujeto malintencionado que esperaba el momento para entrar en acción. Patricia rio dentro de sí, se acomodó dentro del colchón y calló profundamente dormida ahora más aliviada.


Cuando el reloj del buró marcó las 2:39, el sujeto se puso de pie de la mecedora de madera. Era hora de terminar su cometido.  

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