Patricia se despertó por
novena vez en lo que llevaba de la jornada nocturna. El jet lag tenía tullida sus energías, pero ni siquiera eso parecía
una excusa para Morfeo. Sudaba a pesar
del frío de Buenos Aires. Se sentía observada, se sentía vigilada; era ridículo
pensar en eso si quiera, es decir, era su segunda noche en aquella gran ciudad como
para dejarse llevar por la paranoia.
Había rentado una pequeña
habitación para estudiante. Era barata pero acogedora. O al menos eso pensó
cuando la noche pidió posada y las tinieblas convirtieron del cuarto en una
prisión de oscuridad.
Tenía la sensación de que
había alguien con ella en aquél salón de 90 dólares la mensualidad; y no era
cosa de hace un par de minutos, cuando salió a comprar provisiones para su
larga estancia en Argentina, Patricia había experimentado una epifanía del gato
y el ratón en donde, por supuesto, ella era el roedor. Lo curioso era, que a lo
largo de la jornada, esa misma sospecha no desapareció, sino que la acompañó durante
toda la tarde. Pero ahora a las 2:14 de la mañana, esa sensación de miedo y
persecución no solo no cesó, se intensificó. El temor la hacía ver cosas en la
oscuridad, y ahí, tendida en la cama, tapada con los cobertores hasta la
barbilla, juró que había alguien sentado en la vieja y desgastada mecedora de
madera que se encontraba en el extremo derecho a ella. Sus ojos trataron de
interpretar lo que veían pero la falta de luz los hizo abdicar. Podía alcanzar
a distinguir la figura antropomorfa ocupando la silla, ahí, impávido, esperando
y observando a su presa; no se movía ni hacía ruido alguno, tan solo se limitaba
a observar. Esa conclusión, que duró apenas una fracción de segundo hizo
estremecer el cuerpo somnoliento de Patricia. Trató de tranquilizarse y de
entrar en razón. La parte de su cabeza en donde habita la sapiencia formuló una
idea que la calmaría: «cerraste la puerta con llave cuando llegaste esta noche,
nadie pudo haber entrado, y de ser así, el cuarto es pequeño, hubieras
escuchado el intento de forzar la cerradura.» Trató de buscar lucidez en los
recuerdos pero apenas y la halló. No recordaba haber puesto seguro al pestillo
cuando llegó de las compras, es más, ahora que lo pensaba, ni siquiera
recordaba en dónde tenía las llaves de la habitación. «Maldita sea», pensó. El
miedo la sitió otra vez. Trató de recordar, de darle una explicación a la figura
que veía sentada en su extremo. Entonces recordó. Cuando su vuelo arribó a la
capital argentina, ella había abierto su maleta depositando su ropa y parte de
pertenecías sobre aquella mecedora. Eran esos cachivaches amontonados los que
la hicieron entrar en pánico haciéndose pasar por algún sujeto malintencionado
que esperaba el momento para entrar en acción. Patricia rio dentro de sí, se
acomodó dentro del colchón y calló profundamente dormida ahora más aliviada.
Cuando el reloj del buró marcó
las 2:39, el sujeto se puso de pie de la mecedora de madera. Era hora de
terminar su cometido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario