El sueño me arrastraba, me besaba, y jugaba con lo poco que
quedaba de mí en el zaguán de la conciencia. Yo era el rey blanco dentro de una
violencia peónica negra: era cuestión de tiempo para que yo sucumba. No quería
luchar, simplemente me dejaba arrastrar y arrullar por el lento tic tac de la
noche. Estaba más solo que ayer pero menos que mañana, eso lo sabía
perfectamente. La soledad puede llegar a ser una horrible compañera de recreo,
¡pero qué dulce, dulce era! No sé cómo ni cuándo, pero caí ante el sueño, el
noctámbulo errante; mi teléfono móvil a un lado mío y un viejo control de T.V.
en la esquina superior del camastro carmesí velaban por mí.
7:26 A.M., buena hora para desayunar. Vacilé desperezándome
en aquél ritual matutino por el que todos pasamos al terminar la vigía. Pasé mi
mano por la pantalla táctil de mi móvil solo para encontrar una foto mía como
fondo de pantalla, ahí tendido, en un camastro carmesí, con mi pijama y un
viejo control de T.V. en la esquina superior del camastro que aparentemente no
había sido mi único acompañante aquella noche.
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